12 marzo 2011

Talismán de Barro


Deambular por calles imaginadas, respirar viento perfumado; tierra mojada… Echar raíces en arena de playa, soñar que duermo despierto; fingiendo que duermo. Estrechar el vínculo con la brisa y volar, y teñir de celeste una nube para que así sea cielo… sin saber qué estoy haciendo, porque estoy soñando; estoy despierto.

Los ojos cerrados, efímero reflejo involuntario que transporta del paraíso su eco a través de un pestañeo, del roce del silencio, de los labios de lo odiado y del anhelo.

Aquel niño de 7 años, dormía más de lo recomendado a su edad, lloraba cuando lo despertaban, lloraba porque interrumpían su aliento irreal, el propósito aislado de la verdad de su ser. Ello lo salvaba de ser uno más; amparando, del mismo modo, su juicio del mundo material.

El tiempo pasaba, pero él seguía igual de niño, auspiciando que su familia lo despreciaría tarde o temprano. Ser diferente por no percibir el calor de un rayo de sol, sino el estruendo de una estrella fugaz que huye de la eclipsada luna después de robarle un pedacito de su luz, y que finalmente tropieza en su piel; ser discorde con ellos porque no siente dolor, ni hambre, ni sed… sólo miedo de ver, de sentir, de poseer más que la nada, pues para él era su todo. Ser distinto por sonreír siempre que cerraba los ojos, siempre que dormía, cuando soñaba y ardía la eternidad sin pasar el tiempo, cuando miles de vidas abarrotaban un espacio vacío entre sus pupilas y sus párpados. Allí, donde se resguardaba su alma adulada por unas pestañas ya rotas de tanto delirar, confundiendo su realidad.

La adolescencia, la juventud y su edad adulta la pasó en un centro psiquiátrico, entre paredes blancas y visión borrosa debido a los fármacos tan fuertes que fluían por su sangre. Su familia lo arrojó a las puertas de aquel hospital al cumplir la mayoría de edad cual bolsa de basura al contenedor, sin mirar atrás.

Quién iba a pensar que fueron los mejores años de su vida… Siempre estaba durmiendo; y lo mejor es que dejaban que lo hiciese tanto como quisiera, sin molestarle.

Al cumplir 79 años, un grave tumor hizo que los médicos del centro, en acuerdo con la dirección, le diesen un único día de libertad. Donde él quisiera ir, ellos le llevarían. Como un último deseo antes de sucumbir ante su avanzada enfermedad.

Aquel viejo, que sin arruga alguna desafiaba a la ciencia, (ellos pensaban que era una rara enfermedad sin documentar) determinó que deseaba ir a pasar su día en una playa. Y así fue.

Sin camisa de fuerza y con los psiquiatras al lado del coche, observándolo desde la arena, el anciano retomaba unos pasos olvidados hacia una luz solar envolvente que le asemejaba un tornado de fuegos artificiales sobre un espejo de cristal en movimiento. La tez de su cara, empapada en lágrimas y emitiendo sollozos de alegría, notó que las olas que rompían contra las rocas le gritaban que se aproximase salpicando de susurros sus sentidos. Sus piernas, parecía que volvían a adquirir una vitalidad inhóspita… con los ojos cerrados y sin poder evitar algún traspié, corrió hasta lo más alto del espigón.

La reacción de los médicos pareció lenta a caso hecho, veían en todo momento que iba hacia aquella dirección… y no detuvieron sus pasos.

El frío estrechaba sus vértebras oxidando su sangre, retornando vapor las gotas que caían de sus ojos; arropando la gélida espuma del mar con una sábana de intenso color rojo. Las capas de agua que se apoderaban de su cuerpo regaban cada poro de su piel, y de cada uno de ellos germinaba una flor cuyo aroma pertenecía a un recuerdo. Un seísmo entrecortado convulsionaba sus músculos y cada vez lo hacía a mayor velocidad. El agua salada se volvió dulce, el sol brillaba en la noche y de las rocas que aprisionaban su cuerpo brotaron algodón. Ese incoherente movimiento sísmico que manaba de sus huesos era más fuerte y más continuo, comenzaba a ser atronador. El fulgor de sus ojos se reflejaba en las aguas cristalinas estando cerrados, en ellas había lumbres de leña que le calentaban de dentro a fuera; el perfume del incienso de la vida ya casi no olía a nada. Aquel temblor dejó de ser intermitente, se colapsaron sus oídos y el terremoto que sentía cada vez más intenso y profundo, enmudeció para siempre.

-¡Levanta ya hijo, y no empieces a llorar otra vez que hoy volverás a llegar tarde al colegio!-

3 comentarios:

  1. ¡Que dilogía más perfecta con los sueños!

    Perfecto.

    ;)

    ResponderEliminar
  2. Nada es perfecto... Pero gracias muchas, de verdad *.*
    Espero que sigas tú también con el tuyo! ;)

    ResponderEliminar