10 enero 2012

El Espantapájaros

Mi corazón es sólo un músculo de tela y alambre de espino. Incapaz de sostener una sonrisa por más de un segundo, me resisto a creer que todo ha terminado… Y es que sé que nada ha terminado.

Con la mirada perdida desato mis deportivas y, aun sentado en mi cama, sueño con bajar las escaleras y sentir la alfombra de agua que se extiende por las calles. Son tantas las ganas por volver a percibirlo que, con las prisas, me desgarro la piel por un lateral del pulgar. No hay tiempo. Si quiero llegar a conseguirlo tengo que ser más raudo que el viento que empuja a las nubes; quiero sentirlo.

El tropiezo que supone el intentar deshacerme de unos pantalones ajustados, hace que mi cabeza choque contra la puerta de la habitación. Pero no importa, la sangre no afecta a mi voluntad; ni si quiera el dolor, imperceptible.

Ya sin ropa recuerdo que abrí el portón de la entrada como jamás lo había hecho, queriendo salir, involuntariamente, antes de girar el pomo. Ello supuso otra contusión en el hombro, magullado por el marco de madera. Bajé los escalones de dos en dos, de tres en tres… hasta que dejé de sentir el peso de mi cuerpo sólo en los pies y comencé a sentirlo alrededor de todo el cuerpo. Era casi obvio que a esa velocidad me terminaría precipitando.

Pero qué más daba. Ahí estaban mis ojos, frente a frente de la puerta de cristal opaco que vertía sobre mi rostro brochazos de colores grises, púrpuras y blancos. Entonces un estruendo hizo de mi piel ensangrentada un estallido de emociones ensalzados por una luz que, justo después de irradiarlo absolutamente todo, de la misma manera cubrió con un manto de oscuridad al barrio entero. Si el clamor de una tormenta podía provocar en mí esas sensaciones, ¿qué no podría encontrar afuera?

Las manos me temblaban y el crepitar de mis huesos se entrelazó con un hormigueo que anulaba cualquier movimiento brusco. Fue la única acción pausada: Abrir la puerta.

El iris de mis ojos cubrió casi en su totalidad a las pupilas, tejiendo sobre ellas hebras de un color verdoso que se hacía cada vez más nítido conforme las lágrimas brotaban a más velocidad. Mis pies sobre un prado líquido de gotas que endulzaban el cielo y la brisa, con un sutil aroma a humedad y a tierra mojada, percibiendo cómo una miríada de chispas arropaban a cada uno de mis poros de frío y una percepción de desnudez ante el mundo entero.

Fue entonces cuando me di cuenta de que, todo lo que creía haber sentido, era mentira.

Una cruel realidad que pulía la visión que tenía sobre cada cosa que estaba a mi alrededor, personas, objetos, emociones… Todo falso. Apariencia inexistente de una vida sin vivir: ése era yo, mi lema y lo que había sido desde siempre. Fue en ése preciso momento cuando exploté en mí mismo. Las heridas que tenía alrededor de todo el cuerpo se convirtieron en las puertas hacia mi delirio.

En cada uno de los cortes profundos introduje los dedos y comencé a desgarrar la carne, la piel a tiras salía despedida entre rayos y lluvia, nada sentía, sólo una visión irreal de un charco de agua roja que se iba agrandando a la par que mi sensación de vacío. No paré hasta que dejó de haber músculo y algo amarillento se interpuso entre mis dedos, quedándose pegado a mí como el papel mojado. No sabía qué era aquello, sólo que no me importaba; como todo lo demás.

Por mucho que intentase seguir quitándome aquellas cosas alargadas, no dejaban de salir de mi interior. Entonces, sin pensármelo, corrí lo más lejos que pude.

Alcancé a la tempestad y, mucho más allá de las nubes y de aquellas calles anegadas, continué corriendo hasta que una tierra casi seca me indicó el camino: Unos pastos que brotaban frescos entre una inmensidad, esculpida por el sol dorado; parecían bañados por un mar de luz. Fue donde decidí plantarme.

El sueño ahogaba mi mirada. El sol secaba el poco cuerpo que me quedaba y pronto sentí que no era capaz de sentir. Ni una lágrima, ni una sonrisa, ningún gesto y ninguna emoción. Parecía un muñeco de trapo.

¿Qué es una vida? En verdad nunca lo supe, e imagino que habrán más como yo, en otros prados, preguntándose exactamente lo mismo… Mientras, yo continúo aquí, observando cómo el mundo se mueve a mi alrededor, incontables amaneceres y atardeceres, frío, calor, lluvia, sol, algún que otro animalillo a mis pies y un par de pájaros que ya se han acostumbrado a mi presencia y ya ni si quiera me tienen miedo. 

Será porque piensan que no soy de verdad, que no soy más que un montón de paja en forma de persona.  Y yo me pregunto, ¿habrá alguien que no lo sea?

Hay algo más, algo que con el tiempo me he dado cuenta y que creo que esas aves que se posan en mis brazos cada mañana, deberían empezar a saber: 
Soy humano, a pesar de que mi corazón sea sólo un músculo de tela y alambre de espino.

3 comentarios:

  1. A veces un corazón de alambre y espino siente mucho más que todo el músculo y sangre que compone nuestras vávulas. Será que... no hemos visto suficientes atardeceres, ni hemos corrido lo suficiente para encontrar un paraiso inerte. Dónde el corazón, apenas importa.

    Un beso, Jose :)

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  2. Es la primera vez y quiero hacer conocer el blog!!!
    te espero por http://lablogoteca.20minutos.es/todo-preescolar-15750/0/
    Espero te guste!!
    Muy bueno tu blog!!!
    Gracias
    saludos

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