27 marzo 2012

Insua -6-


Insua (Parte VI)


(...)


Notaba cómo la espuma del mar ronroneaba en su nuca, en consecuencia de las olas que chocaban contra las rocas. Debía de estar en algún acantilado, ya que aquel abismo le sonaba. Aturdido, creyó distinguir una mano sujetándole la espalda, siendo el único apoyo de un cuerpo sin un ápice de fuerza. Julio sentía que lo acariciaban, que aquel beso era igual de infinito que el grandioso mar que se abría paso ante él. Pero Helena ya lo había dejado caer.

La serea le había engañado de la misma manera que al antiguo dueño del faro, le embrujó exactamente como le advirtió Juanjo. Y en el segundo en que tendría que haber pasado toda su vida ante él, todos sus logros, alegrías y tristezas, aciertos y equivocaciones, odio y amor; todo eso fue tapado por un telón final donde estaban dibujados sus ojos. Esos que provocan las tormentas.

Entonces un rayo de luz iluminó su rostro del que goteaba sangre. En unos pocos segundos, vio lo que realmente era magia.

Eclipsado, logró diferenciar a lo lejos unas palabras siseadas que le resultaban familiares. Era Juanjo, que con su ancestral plegaria estaba ahuyentando a la serea que, no habiendo podido lanzar todo lo lejos que deseaba el cuerpo de Julio hacia el precipicio, ya había perdido el control sobre el cielo. Mientras se tapaba los oídos y gritaba con fuerza que sólo eran muñecos de trapo, intentaba alejar de ella esos ruegos que la destrozaban por dentro. Posteriormente, desde el saliente del acantilado donde permanecía herido, el joven reconoció los ladridos de su mastín. Quiara, que corría con una fuerza increíble hacia la serea, se abalanzó sobre ella cayendo ambos por el escarpado.

–¡Quiara! –gritó conteniendo la respiración. Después, todo se nubló.

En el hospital Virgen de Junqueira, en A Coruña, Julio descansaba conmocionado ante todo lo que le había pasado en tan escaso tiempo. En una inmaculada habitación con un modesto ventanuco, una costilla rota, unas cuantas magulladuras y la mirada perdida, el joven no pudo contener por más tiempo las lágrimas. Quiara había dado la vida por él, por salvarlo… Esa era la única magia que merecía la pena en el mundo, una magia que se había precipitado al océano por su culpa.

Sentado en una de las sillas contiguas a la cama donde hacía reposo, Juanjo le observaba aún con las arcanas hierbas que utilizó para el ruego en las manos. Supuso que había sido él quien lo había traído hasta el hospital.

–El enfermero me dijo que hace un par de horas había intentado localizar a tus padres y le había sido imposible –señaló con una tristeza torpemente ocultada­–. Lo siento.

Cada enigmático obsequio que te da la vida, está envuelto en un papel de pequeños detalles que jamás aprecias, hasta que abres la caja y compruebas que no hay nada. Y cuando quieres recuperar el papel de regalo que antes habías arrugado y rasgado, sin apenas llegar a ojearlo porque estabas ansioso por ver lo que guardaba en su interior, te das cuenta de que has malgastado tu tiempo en buscar un tesoro que no existe. Julio acababa de descubrir, demasiado tarde, que la vida es un baúl de oro con monedas de madera dentro.

–¿Julio Hernández? –preguntaba una vocecilla a continuación de haber tocado la puerta.

–¿Si? –respondió ásperamente Juanjo, ya que sabía que Julio no lo iba a hacer.

–Chico, si tanto te gusta saltar por acantilados, a la próxima vez procura ponerte un paracaídas o algo, ¡que vaya susto nos hemos llevado! –Vociferó su padre que, junto a su madre, se abalanzaron para abrazar a su hijo.

–Lo sentimos mucho por tardar tanto, Julio, –se disculpaba su madre– pero es que nos llamaron los de la policía marítima informándonos de que una patrullera había rescatado a nuestro perro. ¡Ya le dije yo a tu padre que ponerle la placa identificadora era buena idea! –sonreía la mujer con coba.

Julio no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. La alegría de saber que todos estaban bien le sobrepasaba.

Unos ladridos que le eran conocidos resonaban por todo el pasillo. A gran velocidad, Quiara entró al cuarto, dio un salto y se lanzó sobre su cama, lamiendo sus heridas vendadas y moviendo la cola desbocadamente.

Entre lágrimas, Julio comprendió quién componía su verdadero tesoro y su vida.

–Parece que si no llega a ser por Quiara, el resbalón hubiese tenido peores consecuencias ¿eh? Juanjo nos lo acaba de contar. Os vio a los dos jugar cerca de los acantilados y… –resoplaba su padre.

–Sí, la verdad es que fue una caída bastante aparatosa… –arqueó las cejas el joven, deseando que no le preguntase más sobre lo ocurrido y cruzando una mirada de complicidad con Juanjo.

–Por cierto, la enfermera ha traído esto –el hombre puso un jarrón transparente con un ramo de flores en la mesilla, que estaba junto a la cabecera de la cama.

El chico se inclinó para olearlas y, cuando volvió a recostarse, estaba completamente pálido: las flores olían al perfume de Helena.

–En cuanto te recuperes, ven al faro alguna noche y te enseño unas plegarias, porque viendo tu cara... creo que te van a venir muy bien –sonreía Juanjo malicioso en ausencia de los padres, que se encontraban hablando con el médico– ¡pero esta vez, acuérdate de tocar la puerta!

A continuación, abrió la pequeña ventana, tiró las flores que había en el jarrón y, en su lugar, puso las hierbas balsámicas que portaba. Antes de darse la vuelta para perderse por el largo pasillo de la clínica, Juanjo le guiño un ojo. En respuesta, Julio le ofreció la misma franca sonrisa que cuando se toparon por primera vez.

–Gracias –murmuraron al unísono.

(...)

26 marzo 2012

Insua -5-

Insua (Parte V)



(...)

Sintiendo como único objetivo hallar a Helena, no le importaba la fatiga, los arañazos de un bosque que parecía estar en su contra o que llevase las zapatillas sin atar, pudiendo perderlas en cualquier momento.

Entonces sucedió. A los pocos minutos, un cuerpo desnudo cortaba el camino de Julio. El joven se clavó una rama en el gemelo izquierdo del que empezó a manar sangre, la extravagante imagen le había propiciado un traspié que, seguidamente, le ocasionó una aparatosa caída. Era ella. En medio de la espesura, rodeada de una liviana bruma, con la cabellera cubriéndole la espalda desnuda y los brazos en cruz.

¿Helena? ¿Pero qué estás…? –pronunció Julio sorprendido, apretando los dientes para aguantar el dolor mientras su perra se posaba junto a él.

¡Julio! ¿Acaso me estabas espiando? –exclamó la joven mientras se apresuraba a ponerse un holgado camisón blanco, el cual la hacía parecer más angelical.

No… para nada, te estaba buscando… ¿Se puede saber por qué estás aquí y qué era lo que hacías? –preguntó.

Estaba profiriendo una oración a mis padres. En este lugar es tradición ponerse en pleno contacto con la naturaleza y, en total silencio, rezar el día después del fallecimiento de tus seres queridos para hacerles llegar tu afecto –respondía con algún titubeo Helena.

Pero el joven no llegaba a creerla completamente, y pasó a la acción, arriesgándose a probar con una táctica invasiva.

¿Te suena esto? –Exclamó mostrándole el libro– ¡Juanjo me lo ha contado todo!

La mirada desencajada de Helena demostró que la táctica del joven había funcionado demasiado bien.

¡Maldito viejo loco! Seguro que te ha llenado la cabeza con tonterías inventadas… Ni caso, Julio –señaló, quitándole importancia.

Al alargar el brazo para golpear amistosamente el hombro del chico, Julio se quedó pasmado. Helena portaba un peculiar tatuaje debajo de la clavícula: “Morrer para lembrar”.

–Helena… ¿has sido tú? ¿Tú mataste al antiguo dueño del faro? Eres… ¿eres una serea, verdad? –dijo incrédulo con los párpados abiertos como aros y dando dos pasos atrás.

El ambiente pareció cargarse de humedad al instante. La joven se dio la vuelta, se paró unos segundos y lo volvió a mirar. Sus ojos eran más azules que nunca, casi parecían tener luz propia.

–¡No permitiré que nadie le haga nada a mi familia! –soltó con furia el joven, armándose de coraje.

–Es curioso, un interrogante descorcha el inicio de la vida y un interrogante es el que la cierra. Él sólo buscaba la respuesta a una pregunta que nadie le hizo. Pero yo se la ofrecí de la única forma que sé. El chico se empeñó en ser como yo y… tuve que acceder a que formase parte de mí.

Sorprendido por lo que le estaba diciendo y con una voz desconocida para él en Helena, no tuvo más remedio que escuchar lo que su penetrante tono le relataba.

–Soy una porción de la naturaleza, crezco con los árboles y me muevo con el viento. Yo soy los secretos atrapados de un bosque que anhela volar. El diario de mi vida está escrito en la arena de una playa olvidada, donde muñecos de trapo queman y arrugan mis páginas. –Sin dejar de mirarlo, Helena continuó utilizando ese tono sutil–. Los que ven y no sienten, ése que cree que las horas pasan porque se lo marca su reloj, aquellos que tienen por dogma su ego disimulado por una leve capa de frívolo barniz; están ciegos, sordos y mudos. Ése es el tipo de persona que cada mañana, al salir la Luna, se despierta muerta.

Julio, desconcertado por un léxico que jamás le había oído pronunciar, se encontraba paralizado.

Varias rosas moradas parecían haber brotado a los pies desnudos de Helena, y ante la mirada furtiva del joven a las flores, ésta se agachó elegantemente y partió el tallo de una de ellas.
–Ahora Julio, sin temor, comprueba el aroma del bosque y de la vida –indicó Helena, acercando la corola de la flor morada a la nariz del joven. El chico se mostró muy conmocionado.

–¿Cómo es posible? Si huele a ti… –tartamudeó Julio.

Sólo cuando la intensidad de la luz solar se redujo drásticamente, el joven se percató de que negros nubarrones estaban apoderándose del cielo. Notó que ya no percibía el cantar de las aves, que no oía su fuerte respiración e incluso se dio cuenta de que había dejado de pestañear. Llevaba demasiado tiempo en que no veía más que sus labios moverse, sus ojos fijos en él y su voz anclada en su interior; contaminando de deseo a cada rincón de su cuerpo. Todo se había reducido a ella.

–Tus padres eran como los míos, Julio, o como aquel chico que quería parecerse a mí. Pero ambos sabemos que no sabrían distinguir entre la escarcha de la noche y el rocío del alba. Por ello, y aunque cueste entenderlo, la única forma de que fueran parte de la vida que los dos conocemos, es que les recuerden en el lugar donde murieron; en el mar. La tinta que borda mi piel es un secreto que ahora ellos conocen: “Morrer para lembrar”, es decir, “morir para ser recordados”.

–Pero… –a Julio se le escapaban las lágrimas, y éstas hacían de tapón a sus palabras.

– ¡Nadie recuerda a un árbol después de caer, Julio! –Se enfurecía la serea–. Y ya nadie ve que hay vida más allá de sus semejantes. Están perdidos, son marionetas que, obsesionadas por encontrar estrellas nuevas, acaban olvidando a la Luna. Los que no somos iguales también tenemos derecho a ser conmemorados, ¿no? Pues esa es mi labor, dotar de recuerdo a un arroyo, a una bahía o a un acantilado.

–Matar a gente en un lugar concreto para que recuerden ese lugar… –musitaba a trompicones el joven–. Esa es tu verdadera intención; pero ellos no lo han elegido así…

 –Claro que lo eligieron, y en nuestra capacidad de elección se haya el volumen de nuestra vida. Cuantos más caminos y más determinantes sean nuestras decisiones, más intensamente viviremos. Es por eso por lo que eran espiritualmente infelices, ya que para ellos, el sentido de la elección sólo se ceñía a sus bienes materiales, y éstos, ya habían perdido la esencia de la exclusividad. Pero eso jamás nos pasará a nosotros, Julio… porque tú no eres como ellos, tú sientes como yo. Eres parte de lo que te envuelve, –le decía convincente mientras lo rodeaba con sus brazos–. Ambos nos pertenecemos.

Julio cerró los ojos. Aun así seguía viendo cómo Helena le miraba. El viento que soplaba de un lado ahora lo hacía en todas direcciones. Sintió, en su garganta como epicentro, emerger una atracción imposible, más grande que su propio cuerpo. Percibía decenas de voces que le murmuraban a la vez, pero todas eran de Helena. Plenamente seducido por su poder embaucador, esperaba lo que él mismo ya le pedía de forma inconsciente mediante un hilo de voz.

–Hazme parte de ti –susurró.

Sus labios se rindieron a la invasión de un intenso beso con sabor a lluvia y mar. A pesar de que la embarcación donde navegaba su familia estaba a punto de accidentarse, creyó que era el mejor instante de su vida.

Lo único que recordaba después de aquel mágico beso, eran los lejanos ladridos de su perro, que extrañamente los escuchaba desde muy arriba. Después, todo fue confusión.

(...)

25 marzo 2012

Insua -4-


Insua (Parte IV)


(...)


Bueno Juanjo, ¡encantado y hasta la próxima! –Julio no aguantaba más misticismos y leyendas absurdas, y menos sobre su amiga. Sin embargo y debido a su cansancio, esperó a escuchar la réplica de su anfitrión.

Entiendo que no me creas. No te culpo. Pero detente y piensa un poco chico, ¿no te diste cuenta de la manera tan súbita en que terminó la tormenta de antes? Qué casualidad que ocurriese justo en el momento en que estaba formulando una plegaria ancestral contra la serea, ¿no crees? Y hablando de casualidades… Tengo una habitación para invitados y son las cuatro de la madrugada, y además, no creo que puedas despertar a tu perro. Aunque eso más que una casualidad, es más bien una obviedad –sugirió amistoso Juanjo y con total amabilidad, a la vez que miraba a Quiara dormir plácidamente.

Me duele la cabeza de tanta información imposible, pero creo que te haré caso, lo mejor va a ser que descanse unas horas aquí y vuelva a casa antes de que se despierten mis padres. Gracias Juanjo por tu hospitalidad, de veras –le regaló una franca sonrisa.

No por ser inverosímil una cosa significa que sea imposible, di mejor impensable. La cama está en la puerta de la derecha, al lado de la lumbre. Por cierto… dijo Juanjo con voz suave, mientras se dirigía a la ventana con paso cansado y cogía algo este es el libro que te dije, está en mal estado porque lo encontré en un acantilado a unos pocos kilómetros de aquí, al lado del cuerpo sin vida del antiguo propietario de este lugar.

La mirada de Julio parecía atravesarle.

Sí, yo fui quien encontró el cadáver y avisó a las autoridades. Si bien no sé porqué lo cogí, desconozco su significado, sólo hay fechas que no tienen ningún sentido aparente. Del accidente no se sabe nada, creen que él mismo se tiró, aunque yo lo dudo mucho. Lo que más llamó la atención a los cuerpos de seguridad fue el tatuaje que portaba el chico en el antebrazo: “Morrer para lembrar”. Un buen lema dadas las circunstancias… Boas noites –se despidió en su dialecto con una cínica sonrisa.

Ya en la cama, de corte individual, y con el cuerpo aún helado después de lo que Juanjo acababa de confesarle, poco tardó en cerrar los ojos. Con el resplandor, ya casi extinguido, de la lumbre que entraba por la puerta entornada, más el agotamiento y un sueño mecido entre las olas de una noche sometida al mar; Julio se quedó dormido. No sin antes notar cómo un gran peso se postraba sobre los pies de su camastro aportándole calor. Quiara.

Un tallo de luz hacía florecer en el rostro de Julio unas pupilas dilatadas, indispuestas a abrirse del todo ante tal explosión de albor matinal. Hasta que el sentido común fluyó enteramente por sus venas.

–¿Qué hora es? ¡Quiara despierta, que llegamos muy tarde! –con el cuerpo aún somnoliento, miró a su mascota, que se había metido entre las sábanas para no ver el sol.

–¡Vaaamos! –insistió arrastrando las viejas telas.

En ese instante, Julio escuchó a lo lejos la bocina de un barco. Asomándose a la ventana, contempló, rozando la sensiblería, la grandeza  radiante de azul y luz de lo que se conocía como el fin de la tierra; Finisterre. Entre el grave retumbar que emitía la embarcación, le vino algo a la mente que hizo que se le abrieran mucho más los ojos de forma repentina.

–Es verdad… si hoy se iban mis padres a hacer una ruta marítima cerca del cabo y les dije que no iba a ir, que prefería dormir hasta tarde. Buff… –Julio se desplomó en la cama de nuevo, abrazando a su mascota.

–¡Qué cabeza tengo, Quiara! Pero piensa que si no estuviese tan atrofiada, me pasaría castigado lo que queda de verano… –decía el joven mientras reía, a la vez que el animal le lamía la cara.

Julio salió en busca de Juanjo, no quería marcharse sin antes darle de nuevo las gracias. Pero allí no había nadie. Se reclinó en una de las sillas que rodeaban a la mesa de roble para ponerse las zapatillas, y fue en ese momento cuando lo vio sobre la mesa. Un libro que parecía ser más antiguo que el propio tiempo. Las tapas, casi deshechas, daban paso a cuatro hojas que calificaba como pergaminos, cuya tinta dorada le recordaba a oro líquido. En ellas habían abundantes fechas y números sin orden alguno. Muy extrañado por el origen de ese contenido, se fijó por pura intuición en una de las fechas, situada en la esquina inferior de la segunda hoja: “03-07-04”. Le resultaba muy familiar… Cruzó las manos inconscientemente y se esforzó en recordar algo más sobre esa jornada.

Ese día estaba de paseo con sus padres en las islas Sisargas, cerca de Malpica. Ese día de verano había una borrasca impropia incluso para Galicia. Ese día ocurrió un accidente mortal a una embarcación pesquera que acabó empotrada contra unos acantilados, que ellos mismos divisaron, y que después saldría en todos los periódicos de la zona. Ese día, estaba reflejado en el libro.

Un escalofrío recorría su espalda, a la vez que intentaba atar cabos. Cada fecha pertenecía a un accidente marítimo, y estaba casi seguro de que esos otros números desordenados debían ser coordenadas. ¿Un libro donde apuntaban esos trágicos datos? Pero, ¿era de Helena?, ¿Juanjo no le había mentido? Absorto, deslizó su dedo hasta la última página y su perplejidad se desbordó acristalándole la mirada. Había escritas varias fechas que aún estaban por llegar. Acto seguido, un nudo en el estómago se interpuso entre el libro y unas súbitas ganas de vomitar.

No… no puede ser. ¡¡No puede ser!!

Una lágrima manchaba el lateral de una fecha concreta. La de ese mismo día. Sus padres saldrían de excursión en barco desde unas coordenadas que Julio creía idénticas a las que la dorada tinta vaticinaba.

Salió corriendo como nunca antes lo había hecho, sabía que Helena debía conocer algo más de todo aquello y se dispuso a encontrarla cuanto antes. Con el libro entre sus dedos, corrió a favor del viento dirección Insua. Detrás, Quiara seguía a su amo con un trote que prometía alcanzarlo en unos pocos metros.

(...)

24 marzo 2012

Insua -3-


Insua (Parte III)



(...)

Al llegar a las inmediaciones del faro, Julio se percató de que en una de las claraboyas de la torre destellaba una pequeña lumbre. No estaba solo. Pese a ello, caviló entrar con mucho sigilo en la parte base del faro, y armándose de valor, se despojó de toda sugestión y se aferró a la gran fuerza de su fiel amiga.

–¡Vamos Quiara!

Ésta, que se había tumbado entre la maleza, alzó una oreja, bostezó y acto seguido la volvió a agachar. El gesto humanizado de su mascota le hizo bastante gracia, de hecho, le ayudó a alejar completamente cualquier tipo de miedo.

El segundero de luz que reposaba sobre la torre del fin del mundo, revelaba ante el colosal piélago que se fundía al océano atlántico a un chico agazapado delante de una puerta que parecía estar abierta y a un gran animal, de raza pura y blanco pelaje, acompañándole.

Una estancia amplia, con ligero olor a ceniza y a viejo, daba paso a un suelo de madera. Gracias a la escasa luz de la Luna que lograba entrar a la habitación, se entreveían altas paredes de piedra de las que colgaban varios cuadros de sirenas y seres mitológicos. Julio tenía que andar muy despacio, ya que la madera parecía ser muy antigua y crujía demasiado.

Tratando de buscar en una mesa pegada a una gran cristalera que daba al mar, bañado por la brillante luz de la Luna, se empeñaba en encontrar algún documento, carta o diario del anterior guardián del faro. Incluso no desechaba toparse con el arma homicida. Fue en ese instante cuando, concentrado en adivinar lo que ponía en los textos entre la insuficiente luminosidad, escuchó al perro moverse cerca de él, haciendo chasquear la madera.

–¡Quiara, siéntate! –murmuró Julio, que cuando alzó su mano para tocarle el hocico, sólo encontró el vacío.

Al incorporarse, los latidos del corazón se le dispararon, el reflejo de lo que parecía ser un hombre manchaba el cristal que tenía en frente. Sus músculos se quedaron en tensión. Quiso gritar, pero no pudo. Entonces hizo el que creyó que iba a ser el último movimiento de su vida: se dio media vuelta.

–No suelo tener visita a estas horas de la noche, ¿cómo se llama tu perro? –dijo una profunda voz.

 Paralizado, Julio miró de arriba a abajo a un hombre de avanzada edad que debía rondar los dos metros de altura. Casi muerto de miedo y atónito por la pregunta fuera de lugar del individuo que le apuñalaba con la mirada, más negra que la noche, respondió entre balbuceos.

–Quiara, señor. Y… yo Julio. Lo siento por…

–No tengas miedo Julio, creo que yo estaba más asustado que tú cuando he oído ruido aquí abajo. Quiara… un nombre raro para un perro, pero acertado.

El hombre dejó entrever una sonrisa y un gesto de amabilidad que supuso para el corazón del chico un fuerte tranquilizante. Su arraigado acento gallego le hacía pensar que era un señor propio de algún pueblo perdido en las montañas.

Con el susto aún en el cuerpo, el joven se incorporó levemente hacia su derecha, percatándose de que Quiara le estaba lamiendo la mano al señor mayor, mientras, éste le devolvía las caricias.

–¿Si te invito a un café bien caliente me harás compañía durante un rato? –pronunció el hombre secamente–. Si aceptas conversar conmigo, no daré parte de este “allanamiento de morada” a nadie.

–¿Me queda otra opción? –contestó Julio, algo preocupado.

–Sí, café frío –dijo mientras le guiñaba un ojo–. Quizá te interese saber algo sobre la serea que te acompañaba al anochecer, a unos metros del faro.

–¿La serea? ¿Es gallego? No lo pillo, ¿se refiere a Helena? ¡No creo que usted sepa mucho más de ella que yo, se lo aseguro! Y si no le importa…

El joven se apresuró a salir por la puerta, pero una frase le hizo parar y regresar sobre sus pasos.

–Parece que sus ojos son más azules cuanto más pasa el tiempo, ¿no es así?

Una estancia algo más afable, totalmente de madera y con una pequeña mesa rectangular de roble que sostenía dos pequeñas tazas humeantes, daba paso a una tertulia donde los destellos de las estrellas que se asomaban por una ventana lateral, el olor a café y el murmullo del mar serían sus principales invitados; así como el crepitar de una cercana lumbre.

Mientras Quiara descansaba junto a la hoguera, de vez en cuando se le escapaba lo que parecían ser ronquidos, esa situación parecía amenizar el diálogo entre ambos rebajando la tensión.

–Café, mar y silencio, tres elementos vitales para invocar a la inspiración –decía sereno el hombre, mirando todos los libros que descansaban en el alféizar de la ventana.

–¿Todos los has escrito tú? –preguntó sorprendido.

–Todos menos uno.

Ante un incómodo silencio, el perro lo rompió con un resuello. –Tengo unas cuatro preguntas que hacerle, y creo que me dará justo para beberme su delicioso café –señalaba el chico, considerando que quizá había sonado demasiado brusco.

–Mi nombre es Juanjo –adelantaba el señor mayor levantando la taza.

–Pues ahora ya son sólo tres, –Julio dejó escapar una leve risa– no sé cómo decirlo sin que suene…

–Me gusta la gente directa, la que no se anda con rodeos. Lo que te haya llevado a venir aquí a estas altas horas de la noche debe ser muy importante. Por favor, pregunta sin más.

Aun siendo así, el joven decidió preparar su timbre de voz más inocente. –¿Qué ha sido del compañero que trabajaba antes aquí? Y… ¿Qué significa serea? Pero, principalmente, ¿qué hacía antes con aquellas plantas apuntando hacia nosotros? –inquirió perfectamente Julio.

–Las tres preguntas tienen un mismo lazo, pues ellas están atadas por una misma respuesta: tu amiga –asestó el hombre.

La expresión silenciosa de Julio casi le gritaba que continuase.

–Según tengo entendido, sólo os veis en verano, aun así ella sigue haciendo vida aquí el resto del año. ¿Nunca te dijo que tenía una estrecha relación con el antiguo dueño de este lugar?

–La verdad es que no… –se extrañó Julio.

–Sé que te va a costar creerme, pero esa sed que de seguro sientes cuando estás con ella y que ningún agua del mundo puede saciar, tiene una explicación; al igual que las borrascas que siempre parecen perseguirle.

Julio reflexionaba con la mirada perdida, y asimilaba que todo lo que Juanjo le estaba contando era cierto. Él mismo lo veía y sentía en sus propias carnes cada verano.

–Esa misma sed fue la que ahogó al chico que antes aquí trabajaba… Lleva mucho cuidado Julio, tener a la muerte como amiga nunca se ha considerado realmente amistad –sonreía algo malicioso el hombre.

–¿Me está diciendo que Helena mató a…? Eso sí que no… ¡jamás! Es la persona más dulce que he conocido nunca, –movía la cabeza incrédulo– al final va a ser verdad que está chiflado… -Murmuraba para sí mismo el joven.

–Mira Julio, me creas o no, tu amiga no es totalmente como tú y como yo, pertenece más al mundo de la naturaleza salvaje que a éste. Helena es una serea. O lo que es lo mismo, un ser cuyo instinto es atraer desde las proximidades del mar con su poder de seducción a las personas que desea. Tiene la misma condición engañosa que las mitológicas sirenas. Las aguas tranquilas se convierten repentinamente en remolinos, tempestades, vendavales y huracanes, hundiendo y encallando las embarcaciones de los ingenuos navegantes. Aquel que se deje seducir por la serea, por sus hechizos y su belleza, le poseerá por siempre, ya que su vida es eterna y no pertenece al tiempo. Parece ser una princesa que destaca entre sus encantos, pero sus intenciones son oscuras. Con su hermosura, con su dulce voz y simpatía, con su perenne aroma y  sus ojos de luz va descamando poco a poco tu alma, hasta que sólo acabas viendo esos espléndidos ojos... Esos que provocan las tormentas.

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23 marzo 2012

Insua -2-


Insua (Parte II)



(...)

La tenue luz anaranjada de una farola invadida por la vegetación, reflejaba entre la más absoluta noche la figura perfilada de Helena, ya sentada, con ropa más cómoda y esperando la llegada de Julio. Le quedaba muy bien ese ambiente sombrío que la envolvía, ya que acrecentaba notablemente su belleza.

Antes de decirle nada y estando seguro de que no se había percatado de su presencia, el joven contempló a Helena durante unos segundos más, reteniendo en su memoria esa imagen en forma de retrato.

–Con el tiempo tan malo que hacía esta tarde, el calor que está haciendo ahora… ¡Adoro Insua! –Dijo finalmente el joven con una pizca de sarcasmo, posándose sobre el respaldo del banco y observando extrañado la impasibilidad de Helena–. ¿Te encuentras mejor?

–Pues a mí me gustaba más el tiempo que hizo antes… Agua significa vida, por lo tanto si hay más agua, quiere decir que hay más…

–Vida –le cortó rápidamente el joven.

–¡Exacto! –Sonrió por primera vez Helena–. Creo que no sabes qué día es hoy, ¿verdad? –preguntó ella mientras su voz se apagaba, igualando la intensidad etérea de la luz de ámbar.

–Por ahora no te sigo… no, pero supongo que está relacionado con lo que me querías contar –insinuó Julio, bajando del respaldo y sentándose junto a Helena.

–Sé que siempre he rehuido a tus preguntas sobre mi familia… pero creo que deberías saberlo. Hoy hace tres años que mis padres murieron en un accidente de tráfico. Creo que recordarlo ha sido lo que me ha causado el malestar de antes, cerca del faro –relataba al joven mientras intentaba buscar su mirada, perdida después de lo que acababa de escuchar.

–Lo siento Helena, no tenía ni idea...

–Lo sé, pero creo que tú lo tenías que saber más que nadie. Siento de idéntica forma el calor de mi familia cuando tú estás cerca, Julio –antes de pronunciar del todo su nombre, ya la estaba estrechando entre sus brazos con los ojos llenos de lágrimas.

–No hace falta decirte que si necesitas hablar, cuando sea, cualquier cosa… Sabes que sería capaz de tirarme por un barranco si me lo pidieses, sería una escusa perfecta para oler una última vez tu perfume… –sonrió el joven mientras aspiraba con suavidad.

–¡Mañana mismo te lo compro, ya está! –Julio reía sabiendo que había conseguido virar el rumbo de la conversación, tenía que intentar divertir a Helena de alguna forma, pues no quería que se hundiese entre tristes recuerdos.

–¿Sabes?, no dejo de pensar en el anciano del faro… ¿qué estaría haciendo con esas ramas moviéndolas de esa forma? Es tan raro… –recordaba el joven.

–Que no salga de aquí, –susurraba Helena– pero he oído decir a gente del pueblo que fue él quien mató al muchacho que antes cuidaba de aquel lugar. Es un perturbado, e hizo todo lo posible para quedarse con el puesto de su antecesor. –Helena hacía una mueca al ver la cara embobada de su amigo.

–Se me ha puesto la carne de gallina, creo que esta noche ya no voy a poder dormir –sentenció el chico con algo de sorna e inclinándose en el asiento.

–Me tengo que ir. Si quieres, pasamos por mi casa y te dejo un peluche para esta noche… –rió Helena con dulce picardía mientras le daba un beso en la mejilla– y gracias por escucharme en este día que para mí significa tanto… Aunque son pocos los que entienden que si no morimos, nunca seremos recordados como realmente merecemos.

La última frase la pronunció alejándose ya del banco, dejando a Julio algo sorprendido por las formas.

–Hasta mañana Helena –se dijo a sí mismo.

Atrapado entre aquella tela de luz naranja que ya parecía cautivar al silencio que Helena había depuesto, el joven empezaba a sentir que no podría conciliar el sueño durante todo el verano si no iba al faro aquella misma noche. Quería comprobar, no sin mucho cuidado, si el viejo era verdaderamente un desequilibrado y si había algún indicio de asesinato. En ese caso, él mismo se encargaría de llamar a la policía; un suceso así no podía quedar impune ni un solo minuto más.

Decidido, abrió el pomo de su casa con mucha delicadeza, cogió la correa de su mastín, que descansaba tirado en la alfombra de la entrada. Después, despertó al animal y ambos salieron sin apenas hacer ruido.

–A ver quién los tiene tan bien puestos como para ir solo al faro a estas horas… ¿verdad Quiara?

La perra giró la cabeza y  emitió un sonido indefinible, un intento de ladrido que nunca llegó a sonar, pues aún estaba adormecida.

Una inmensa linterna reposaba sobre sus cabezas, deslizando haces de luz en cada apertura que ofrecía al bosque previo al faro de Finisterre. Se dibujaban figuras imposibles en una naturaleza que estaba reinada por la oscuridad, hechizada por una infinita gama de grises y donde la fe de lo verosímil reposaba sobre una misma religión: la Luna.

(...)

22 marzo 2012

Insua

[Éste es un cuento que escribí ya hace un tiempo. Por su extensión lo dividiré en varias partes y subiré una cada día. Espero que os transporte a lugares tan remotos como sea posible y dejad que vuestra imaginación os guíe]




Insua (Parte I) 

Al tacto era más rugosa que cualquier otra página que hubiese deslizado en su corta vida. Olía a libro viejo, casi chamuscado; pero lo que más peculiar le resultaba, era que en su interior sólo había cuatro hojas escritas en tinta dorada. Aquel excepcional libro debía ser propiedad del tiempo y, de seguro, estar firmado por centenares de vidas… o eso pensaba él.

Allá donde el azulado llameante del último cirio vierte su luz ante el místico abismo, en el fin de la Tierra, o más conocida como Finisterre, la familia de Julio acostumbraba a viajar en periodo estival a una casa rural en pleno eje de Insua, zona turística cercada por la Costa de la Muerte.

Sin ni siquiera deshacer sus maletas, el joven Julio partió raudo entre los desgarradores gemidos del mar y ante un tiempo gris que parecía esbozar una ventisca. Cogió su chubasquero y emprendió su periódica marcha a la zona del bosque donde ambos siempre quedaban. Aquel verano enfermo, típico de Galicia, hacía de sus encuentros casi una burda imitación a la que los más antiguos de la zona conocían como Santa Compaña.

Helena estaba sentada en el árbol caído, donde siempre se reencontraban, pero sin saber el motivo, Julio se quedó absorto por un momento; mirándola fijamente… Tenía la sensación de que a cada verano que se veían, sus ojos azules adquirían una tonalidad más eléctrica, casi tanto como las vecinas tormentas, que rompían entre olas, rocas y lluvia esparciendo sus cabellos en unas tierras que parecían pertenecerles.

Al acercarse, su primera reacción fue darse un enérgico abrazo; hacía justamente un año que no se veían.

–No sabes cuánto he añorado este aroma… –susurraba el joven, mientras mecía el rostro y olía su perfume.

–¡Si quieres te lo regalo para tu cumpleaños! –insinuó entre risas Helena.

–No gracias… prefiero recordarlo cada verano, al igual que tu sentido del humor…

Ambos rompieron a reír, desquebrajándose cualquier resquicio del hielo que acarrease su reencuentro y terminando en un silencio, un cruce de miradas y un “te echaba de menos” que no requirió de palabra alguna.

Ya adentrándose en el bosque, envueltos en un incienso de tierra húmeda y sintiendo caer las primeras gotas de lo que intuían, iba a ser una feroz tormenta, visualizaron la luz de un faro que comenzaba a ser más intensa conforme la noche iba cayendo sobre Insua. Era chocante, pero siempre que volvía a ver a Helena en aquel lugar, notaba súbitamente una sed de un agua vital inexistente, muy diferente a la que ya empapaba su impermeable.

Mientras Julio y la joven continuaban el paseo, rememorando situaciones pasadas y anécdotas que estaban deseando contarse, la lluvia pactaba con la tempestad extender una alfombra de colores abstractos que lo inundara todo… tejiendo en aquel camino un lienzo idéntico al Paisaje de Auvers de Van Gogh.

A punto de llegar al faro de Finisterre, ya enfrascado en la penumbra, Julio se percató, ayudado en gran parte por la efímera luz de un relámpago, de que a Helena le había cambiado la cara. Estaba más pálida de lo normal.

–¿Te encuentras bien? Tienes mal aspecto… –aseveró el joven deteniéndose.

–Sí… me he empezado a encontrar mal de repente, no sé, me siento débil… Mejor será que nos volvamos, que no quiero que te pases todas las vacaciones visitando a una enferma en cama –sonrió levemente Helena.

Antes de darse la vuelta, sumidos entre los fogonazos del infinito remolino de luz que brindaba el faro en la oscuridad, creyeron distinguir al hombre que cuidaba de aquella legendaria torre guía. Pero les sorprendió ver que ya no estaba el muchacho joven de todos los años, sino que ahora un anciano parecía cuidar de aquel lugar. Julio insistió en esperar al siguiente destello para cerciorarse completamente de lo que habían visto y, entonces, un desconcierto atado a un escalofrío le apuntaló todo el cuerpo. Lo que tardó en girar una segunda vez el halo de luz del faro, bastó para que aquel viejo se aproximara hasta ellos situándose a tan sólo unos pocos metros. El viento ayudaba a transportar un siseo de unas palabras inteligibles, provenientes del anciano. Mientras, con unas ramas de lo que parecían ser hierbas balsámicas, apuntaba hacia ellos balanceándolas de una forma absurda, sin mirarlos ni un solo momento a la cara.

–¿Estás viendo eso? ¿Pero qué hace ese tío? –Una mezcla de confusión y gallardía se hizo presa de su cuerpo, disponiéndose a ir hacia el mismo lugar donde estaba aquel individuo para saciar su curiosidad; pero una mano le detuvo con frialdad agarrándole por el hombro.

–¡Vámonos! Por favor… –le dictó Helena, con voz rota y con los ojos clavados en el camino de vuelta.

La tormenta paró de inmediato, casi parecía que las nubes se hubiesen gastado de manera fulminante. Ambos se apresuraron sin más miramientos hasta llegar a Insua, para cambiarse de calzado y quitarse la indumentaria impermeable. Después de cenar, Helena emplazó al joven a quedar en el banco de madera que había justo en la entrada del complejo de casas rurales donde se hospedaban; le había confesado, antes de despedirse, que tenía algo importante que decirle. Para ella ese día era muy especial.

(...)