Insua (Parte II)
(...)
La
tenue luz anaranjada de una farola invadida por la vegetación, reflejaba entre
la más absoluta noche la figura perfilada de Helena, ya sentada, con ropa más
cómoda y esperando la llegada de Julio. Le quedaba muy bien ese ambiente sombrío
que la envolvía, ya que acrecentaba notablemente su belleza.
Antes
de decirle nada y estando seguro de que no se había percatado de su presencia,
el joven contempló a Helena durante unos segundos más, reteniendo en su memoria
esa imagen en forma de retrato.
–Con
el tiempo tan malo que hacía esta tarde, el calor que está haciendo ahora… ¡Adoro
Insua! –Dijo finalmente el joven con una pizca de sarcasmo, posándose sobre el respaldo
del banco y observando extrañado la impasibilidad de Helena–. ¿Te encuentras
mejor?
–Pues
a mí me gustaba más el tiempo que hizo antes… Agua significa vida, por lo tanto
si hay más agua, quiere decir que hay más…
–Vida
–le cortó rápidamente el joven.
–¡Exacto!
–Sonrió por primera vez Helena–. Creo que no sabes qué día es hoy, ¿verdad? –preguntó
ella mientras su voz se apagaba, igualando la intensidad etérea de la luz de
ámbar.
–Por
ahora no te sigo… no, pero supongo que está relacionado con lo que me querías
contar –insinuó Julio, bajando del respaldo y sentándose junto a Helena.
–Sé
que siempre he rehuido a tus preguntas sobre mi familia… pero creo que deberías
saberlo. Hoy hace tres años que mis padres murieron en un accidente de tráfico.
Creo que recordarlo ha sido lo que me ha causado el malestar de antes, cerca
del faro –relataba al joven mientras intentaba buscar su mirada, perdida
después de lo que acababa de escuchar.
–Lo
siento Helena, no tenía ni idea...
–Lo
sé, pero creo que tú lo tenías que saber más que nadie. Siento de idéntica
forma el calor de mi familia cuando tú estás cerca, Julio –antes de pronunciar
del todo su nombre, ya la estaba estrechando entre sus brazos con los ojos
llenos de lágrimas.
–No
hace falta decirte que si necesitas hablar, cuando sea, cualquier cosa… Sabes
que sería capaz de tirarme por un barranco si me lo pidieses, sería una escusa
perfecta para oler una última vez tu perfume… –sonrió el joven mientras
aspiraba con suavidad.
–¡Mañana
mismo te lo compro, ya está! –Julio reía sabiendo que había conseguido virar el
rumbo de la conversación, tenía que intentar divertir a Helena de alguna forma,
pues no quería que se hundiese entre tristes recuerdos.
–¿Sabes?,
no dejo de pensar en el anciano del faro… ¿qué estaría haciendo con esas ramas
moviéndolas de esa forma? Es tan raro… –recordaba el joven.
–Que
no salga de aquí, –susurraba Helena– pero he oído decir a gente del pueblo que
fue él quien mató al muchacho que antes cuidaba de aquel lugar. Es un
perturbado, e hizo todo lo posible para quedarse con el puesto de su antecesor.
–Helena hacía una mueca al ver la cara embobada de su amigo.
–Se
me ha puesto la carne de gallina, creo que esta noche ya no voy a poder dormir
–sentenció el chico con algo de sorna e inclinándose en el asiento.
–Me
tengo que ir. Si quieres, pasamos por mi casa y te dejo un peluche para esta
noche… –rió Helena con dulce picardía mientras le daba un beso en la mejilla– y
gracias por escucharme en este día que para mí significa tanto… Aunque son
pocos los que entienden que si no morimos, nunca seremos recordados como
realmente merecemos.
La
última frase la pronunció alejándose ya del banco, dejando a Julio algo
sorprendido por las formas.
–Hasta
mañana Helena –se dijo a sí mismo.
Atrapado
entre aquella tela de luz naranja que ya parecía cautivar al silencio que
Helena había depuesto, el joven empezaba a sentir que no podría conciliar el
sueño durante todo el verano si no iba al faro aquella misma noche. Quería
comprobar, no sin mucho cuidado, si el viejo era verdaderamente un
desequilibrado y si había algún indicio de asesinato. En ese caso, él mismo se
encargaría de llamar a la policía; un suceso así no podía quedar impune ni un
solo minuto más.
Decidido,
abrió el pomo de su casa con mucha delicadeza, cogió la correa de su mastín,
que descansaba tirado en la alfombra de la entrada. Después, despertó al animal
y ambos salieron sin apenas hacer ruido.
–A
ver quién los tiene tan bien puestos como para ir solo al faro a estas horas…
¿verdad Quiara?
La
perra giró la cabeza y emitió un sonido indefinible,
un intento de ladrido que nunca llegó a sonar, pues aún estaba adormecida.
Una inmensa
linterna reposaba sobre sus cabezas, deslizando haces de luz en cada apertura
que ofrecía al bosque previo al faro de Finisterre. Se dibujaban figuras
imposibles en una naturaleza que estaba reinada por la oscuridad, hechizada por
una infinita gama de grises y donde la fe de lo verosímil reposaba sobre una
misma religión: la Luna.
(...)
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