23 marzo 2012

Insua -2-


Insua (Parte II)



(...)

La tenue luz anaranjada de una farola invadida por la vegetación, reflejaba entre la más absoluta noche la figura perfilada de Helena, ya sentada, con ropa más cómoda y esperando la llegada de Julio. Le quedaba muy bien ese ambiente sombrío que la envolvía, ya que acrecentaba notablemente su belleza.

Antes de decirle nada y estando seguro de que no se había percatado de su presencia, el joven contempló a Helena durante unos segundos más, reteniendo en su memoria esa imagen en forma de retrato.

–Con el tiempo tan malo que hacía esta tarde, el calor que está haciendo ahora… ¡Adoro Insua! –Dijo finalmente el joven con una pizca de sarcasmo, posándose sobre el respaldo del banco y observando extrañado la impasibilidad de Helena–. ¿Te encuentras mejor?

–Pues a mí me gustaba más el tiempo que hizo antes… Agua significa vida, por lo tanto si hay más agua, quiere decir que hay más…

–Vida –le cortó rápidamente el joven.

–¡Exacto! –Sonrió por primera vez Helena–. Creo que no sabes qué día es hoy, ¿verdad? –preguntó ella mientras su voz se apagaba, igualando la intensidad etérea de la luz de ámbar.

–Por ahora no te sigo… no, pero supongo que está relacionado con lo que me querías contar –insinuó Julio, bajando del respaldo y sentándose junto a Helena.

–Sé que siempre he rehuido a tus preguntas sobre mi familia… pero creo que deberías saberlo. Hoy hace tres años que mis padres murieron en un accidente de tráfico. Creo que recordarlo ha sido lo que me ha causado el malestar de antes, cerca del faro –relataba al joven mientras intentaba buscar su mirada, perdida después de lo que acababa de escuchar.

–Lo siento Helena, no tenía ni idea...

–Lo sé, pero creo que tú lo tenías que saber más que nadie. Siento de idéntica forma el calor de mi familia cuando tú estás cerca, Julio –antes de pronunciar del todo su nombre, ya la estaba estrechando entre sus brazos con los ojos llenos de lágrimas.

–No hace falta decirte que si necesitas hablar, cuando sea, cualquier cosa… Sabes que sería capaz de tirarme por un barranco si me lo pidieses, sería una escusa perfecta para oler una última vez tu perfume… –sonrió el joven mientras aspiraba con suavidad.

–¡Mañana mismo te lo compro, ya está! –Julio reía sabiendo que había conseguido virar el rumbo de la conversación, tenía que intentar divertir a Helena de alguna forma, pues no quería que se hundiese entre tristes recuerdos.

–¿Sabes?, no dejo de pensar en el anciano del faro… ¿qué estaría haciendo con esas ramas moviéndolas de esa forma? Es tan raro… –recordaba el joven.

–Que no salga de aquí, –susurraba Helena– pero he oído decir a gente del pueblo que fue él quien mató al muchacho que antes cuidaba de aquel lugar. Es un perturbado, e hizo todo lo posible para quedarse con el puesto de su antecesor. –Helena hacía una mueca al ver la cara embobada de su amigo.

–Se me ha puesto la carne de gallina, creo que esta noche ya no voy a poder dormir –sentenció el chico con algo de sorna e inclinándose en el asiento.

–Me tengo que ir. Si quieres, pasamos por mi casa y te dejo un peluche para esta noche… –rió Helena con dulce picardía mientras le daba un beso en la mejilla– y gracias por escucharme en este día que para mí significa tanto… Aunque son pocos los que entienden que si no morimos, nunca seremos recordados como realmente merecemos.

La última frase la pronunció alejándose ya del banco, dejando a Julio algo sorprendido por las formas.

–Hasta mañana Helena –se dijo a sí mismo.

Atrapado entre aquella tela de luz naranja que ya parecía cautivar al silencio que Helena había depuesto, el joven empezaba a sentir que no podría conciliar el sueño durante todo el verano si no iba al faro aquella misma noche. Quería comprobar, no sin mucho cuidado, si el viejo era verdaderamente un desequilibrado y si había algún indicio de asesinato. En ese caso, él mismo se encargaría de llamar a la policía; un suceso así no podía quedar impune ni un solo minuto más.

Decidido, abrió el pomo de su casa con mucha delicadeza, cogió la correa de su mastín, que descansaba tirado en la alfombra de la entrada. Después, despertó al animal y ambos salieron sin apenas hacer ruido.

–A ver quién los tiene tan bien puestos como para ir solo al faro a estas horas… ¿verdad Quiara?

La perra giró la cabeza y  emitió un sonido indefinible, un intento de ladrido que nunca llegó a sonar, pues aún estaba adormecida.

Una inmensa linterna reposaba sobre sus cabezas, deslizando haces de luz en cada apertura que ofrecía al bosque previo al faro de Finisterre. Se dibujaban figuras imposibles en una naturaleza que estaba reinada por la oscuridad, hechizada por una infinita gama de grises y donde la fe de lo verosímil reposaba sobre una misma religión: la Luna.

(...)

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