Insua (Parte III)
(...)
Al
llegar a las inmediaciones del faro, Julio se percató de que en una de las claraboyas
de la torre destellaba una pequeña lumbre. No estaba solo. Pese a ello, caviló
entrar con mucho sigilo en la parte base del faro, y armándose de valor, se
despojó de toda sugestión y se aferró a la gran fuerza de su fiel amiga.
–¡Vamos
Quiara!
Ésta,
que se había tumbado entre la maleza, alzó una oreja, bostezó y acto seguido la
volvió a agachar. El gesto humanizado de su mascota le hizo bastante gracia, de
hecho, le ayudó a alejar completamente cualquier tipo de miedo.
El
segundero de luz que reposaba sobre la torre del fin del mundo, revelaba ante
el colosal piélago que se fundía al océano atlántico a un chico agazapado
delante de una puerta que parecía estar abierta y a un gran animal, de raza
pura y blanco pelaje, acompañándole.
Una
estancia amplia, con ligero olor a ceniza y a viejo, daba paso a un suelo de
madera. Gracias a la escasa luz de la Luna que lograba entrar a la habitación,
se entreveían altas paredes de piedra de las que colgaban varios cuadros de
sirenas y seres mitológicos. Julio tenía que andar muy despacio, ya que la
madera parecía ser muy antigua y crujía demasiado.
Tratando
de buscar en una mesa pegada a una gran cristalera que daba al mar, bañado por la
brillante luz de la Luna, se empeñaba en encontrar algún documento, carta o
diario del anterior guardián del faro. Incluso no desechaba toparse con el arma
homicida. Fue en ese instante cuando, concentrado en adivinar lo que ponía en
los textos entre la insuficiente luminosidad, escuchó al perro moverse cerca de
él, haciendo chasquear la madera.
–¡Quiara,
siéntate! –murmuró Julio, que cuando alzó su mano para tocarle el hocico, sólo
encontró el vacío.
Al
incorporarse, los latidos del corazón se le dispararon, el reflejo de lo que
parecía ser un hombre manchaba el cristal que tenía en frente. Sus músculos se
quedaron en tensión. Quiso gritar, pero no pudo. Entonces hizo el que creyó que
iba a ser el último movimiento de su vida: se dio media vuelta.
–No
suelo tener visita a estas horas de la noche, ¿cómo se llama tu perro? –dijo
una profunda voz.
Paralizado, Julio miró de arriba a abajo a un
hombre de avanzada edad que debía rondar los dos metros de altura. Casi muerto
de miedo y atónito por la pregunta fuera de lugar del individuo que le
apuñalaba con la mirada, más negra que la noche, respondió entre balbuceos.
–Quiara,
señor. Y… yo Julio. Lo siento por…
–No
tengas miedo Julio, creo que yo estaba más asustado que tú cuando he oído ruido
aquí abajo. Quiara… un nombre raro para un perro, pero acertado.
El
hombre dejó entrever una sonrisa y un gesto de amabilidad que supuso para el corazón
del chico un fuerte tranquilizante. Su arraigado acento gallego le hacía pensar
que era un señor propio de algún pueblo perdido en las montañas.
Con
el susto aún en el cuerpo, el joven se incorporó levemente hacia su derecha,
percatándose de que Quiara le estaba lamiendo la mano al señor mayor, mientras,
éste le devolvía las caricias.
–¿Si
te invito a un café bien caliente me harás compañía durante un rato? –pronunció
el hombre secamente–. Si aceptas conversar conmigo, no daré parte de este
“allanamiento de morada” a nadie.
–¿Me
queda otra opción? –contestó Julio, algo preocupado.
–Sí,
café frío –dijo mientras le guiñaba un ojo–. Quizá te interese saber algo sobre
la serea que te acompañaba al
anochecer, a unos metros del faro.
–¿La
serea? ¿Es gallego? No lo pillo, ¿se
refiere a Helena? ¡No creo que usted sepa mucho más de ella que yo, se lo
aseguro! Y si no le importa…
El
joven se apresuró a salir por la puerta, pero una frase le hizo parar y regresar
sobre sus pasos.
–Parece
que sus ojos son más azules cuanto más pasa el tiempo, ¿no es así?
Una
estancia algo más afable, totalmente de madera y con una pequeña mesa
rectangular de roble que sostenía dos pequeñas tazas humeantes, daba paso a una
tertulia donde los destellos de las estrellas que se asomaban por una ventana
lateral, el olor a café y el murmullo del mar serían sus principales invitados;
así como el crepitar de una cercana lumbre.
Mientras
Quiara descansaba junto a la hoguera, de vez en cuando se le escapaba lo que
parecían ser ronquidos, esa situación parecía amenizar el diálogo entre ambos
rebajando la tensión.
–Café,
mar y silencio, tres elementos vitales para invocar a la inspiración –decía
sereno el hombre, mirando todos los libros que descansaban en el alféizar de la
ventana.
–¿Todos
los has escrito tú? –preguntó sorprendido.
–Todos
menos uno.
Ante
un incómodo silencio, el perro lo rompió con un resuello. –Tengo unas cuatro
preguntas que hacerle, y creo que me dará justo para beberme su delicioso café
–señalaba el chico, considerando que quizá había sonado demasiado brusco.
–Mi
nombre es Juanjo –adelantaba el señor mayor levantando la taza.
–Pues
ahora ya son sólo tres, –Julio dejó escapar una leve risa– no sé cómo decirlo
sin que suene…
–Me
gusta la gente directa, la que no se anda con rodeos. Lo que te haya llevado a
venir aquí a estas altas horas de la noche debe ser muy importante. Por favor,
pregunta sin más.
Aun
siendo así, el joven decidió preparar su timbre de voz más inocente. –¿Qué ha
sido del compañero que trabajaba antes aquí? Y… ¿Qué significa serea? Pero, principalmente, ¿qué hacía
antes con aquellas plantas apuntando hacia nosotros? –inquirió perfectamente
Julio.
–Las
tres preguntas tienen un mismo lazo, pues ellas están atadas por una misma
respuesta: tu amiga –asestó el hombre.
La
expresión silenciosa de Julio casi le gritaba que continuase.
–Según
tengo entendido, sólo os veis en verano, aun así ella sigue haciendo vida aquí
el resto del año. ¿Nunca te dijo que tenía una estrecha relación con el antiguo
dueño de este lugar?
–La
verdad es que no… –se extrañó Julio.
–Sé
que te va a costar creerme, pero esa sed que de seguro sientes cuando estás con
ella y que ningún agua del mundo puede saciar, tiene una explicación; al igual
que las borrascas que siempre parecen perseguirle.
Julio
reflexionaba con la mirada perdida, y asimilaba que todo lo que Juanjo le
estaba contando era cierto. Él mismo lo veía y sentía en sus propias carnes
cada verano.
–Esa
misma sed fue la que ahogó al chico que antes aquí trabajaba… Lleva mucho
cuidado Julio, tener a la muerte como amiga nunca se ha considerado realmente
amistad –sonreía algo malicioso el hombre.
–¿Me
está diciendo que Helena mató a…? Eso sí que no… ¡jamás! Es la persona más
dulce que he conocido nunca, –movía la cabeza incrédulo– al final va a ser
verdad que está chiflado… -Murmuraba para sí mismo el joven.
–Mira
Julio, me creas o no, tu amiga no es totalmente como tú y como yo, pertenece
más al mundo de la naturaleza salvaje que a éste. Helena es una serea. O lo que es lo mismo, un ser cuyo
instinto es atraer desde
las proximidades del mar con su poder de seducción a las personas que desea.
Tiene la misma condición engañosa que las mitológicas sirenas. Las aguas
tranquilas se convierten repentinamente en remolinos, tempestades, vendavales y
huracanes, hundiendo y encallando las embarcaciones de los ingenuos navegantes.
Aquel que se deje seducir por la serea, por sus hechizos y su belleza, le poseerá
por siempre, ya que su vida es eterna y no pertenece al tiempo. Parece ser una
princesa que destaca entre sus encantos, pero sus intenciones son oscuras. Con
su hermosura, con su dulce voz y simpatía, con su perenne aroma y sus ojos de luz va descamando poco a poco tu
alma, hasta que sólo acabas viendo esos espléndidos ojos... Esos que provocan
las tormentas.
(...)
Genial, me tiene intrigadísima, me encanta el tema y su magia. sigo leyendo.
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