Insua (Parte IV)
(...)
–Bueno Juanjo, ¡encantado y
hasta la próxima! –Julio no aguantaba más misticismos y leyendas absurdas, y
menos sobre su amiga. Sin embargo y debido a su cansancio, esperó a escuchar la
réplica de su anfitrión.
–Entiendo que no me creas. No
te culpo. Pero detente y piensa un poco chico, ¿no te diste cuenta de la manera
tan súbita en que terminó la tormenta de antes? Qué casualidad que ocurriese
justo en el momento en que estaba formulando una plegaria ancestral contra la
serea, ¿no crees? Y hablando de casualidades… Tengo una habitación para
invitados y son las cuatro de la madrugada, y además, no creo que puedas
despertar a tu perro. Aunque eso más que una casualidad, es más bien una
obviedad –sugirió amistoso Juanjo y con total amabilidad, a la vez que miraba a
Quiara dormir plácidamente.
–Me duele la cabeza de tanta
información imposible, pero creo que te haré caso, lo mejor va a ser que
descanse unas horas aquí y vuelva a casa antes de que se despierten mis padres.
Gracias Juanjo por tu hospitalidad, de veras –le regaló una franca sonrisa.
–No por ser inverosímil una
cosa significa que sea imposible, di mejor impensable. La cama está en la
puerta de la derecha, al lado de la lumbre. Por cierto… –dijo Juanjo con voz suave,
mientras se dirigía a la ventana con paso cansado y cogía algo– este es el libro que te dije,
está en mal estado porque lo encontré en un acantilado a unos pocos kilómetros
de aquí, al lado del cuerpo sin vida del antiguo propietario de este lugar.
La mirada de Julio parecía atravesarle.
– Sí, yo fui quien encontró el cadáver
y avisó a las autoridades. Si bien no sé porqué lo cogí, desconozco su
significado, sólo hay fechas que no tienen ningún sentido aparente. Del
accidente no se sabe nada, creen que él mismo se tiró, aunque yo lo dudo mucho.
Lo que más llamó la atención a los cuerpos de seguridad fue el tatuaje que
portaba el chico en el antebrazo: “Morrer para lembrar”. Un buen
lema dadas las circunstancias… Boas
noites –se despidió en su dialecto con una cínica sonrisa.
Ya
en la cama, de corte individual, y con el cuerpo aún helado después de lo que Juanjo
acababa de confesarle, poco tardó en cerrar los ojos. Con el resplandor, ya
casi extinguido, de la lumbre que entraba por la puerta entornada, más el
agotamiento y un sueño mecido entre las olas de una noche sometida al mar;
Julio se quedó dormido. No sin antes notar cómo un gran peso se postraba sobre
los pies de su camastro aportándole calor. Quiara.
Un
tallo de luz hacía florecer en el rostro de Julio unas pupilas dilatadas,
indispuestas a abrirse del todo ante tal explosión de albor matinal. Hasta que
el sentido común fluyó enteramente por sus venas.
–¿Qué
hora es? ¡Quiara despierta, que llegamos muy tarde! –con el cuerpo aún
somnoliento, miró a su mascota, que se había metido entre las sábanas para no
ver el sol.
–¡Vaaamos!
–insistió arrastrando las viejas telas.
En
ese instante, Julio escuchó a lo lejos la bocina de un barco. Asomándose a la
ventana, contempló, rozando la sensiblería, la grandeza radiante de azul y luz de lo que se conocía
como el fin de la tierra; Finisterre. Entre el grave retumbar que emitía la
embarcación, le vino algo a la mente que hizo que se le abrieran mucho más los
ojos de forma repentina.
–Es
verdad… si hoy se iban mis padres a hacer una ruta marítima cerca del cabo y
les dije que no iba a ir, que prefería dormir hasta tarde. Buff… –Julio se
desplomó en la cama de nuevo, abrazando a su mascota.
–¡Qué
cabeza tengo, Quiara! Pero piensa que si no estuviese tan atrofiada, me pasaría
castigado lo que queda de verano… –decía el joven mientras reía, a la vez que
el animal le lamía la cara.
Julio
salió en busca de Juanjo, no quería marcharse sin antes darle de nuevo las
gracias. Pero allí no había nadie. Se reclinó en una de las sillas que rodeaban
a la mesa de roble para ponerse las zapatillas, y fue en ese momento cuando lo
vio sobre la mesa. Un libro que parecía ser más antiguo que el propio tiempo.
Las tapas, casi deshechas, daban paso a cuatro hojas que calificaba como
pergaminos, cuya tinta dorada le recordaba a oro líquido. En ellas habían
abundantes fechas y números sin orden alguno. Muy extrañado por el origen de
ese contenido, se fijó por pura intuición en una de las fechas, situada en la esquina
inferior de la segunda hoja: “03-07-04”. Le resultaba muy familiar… Cruzó las manos inconscientemente
y se esforzó en recordar algo más sobre esa jornada.
Ese día estaba de paseo con sus
padres en las islas Sisargas, cerca de Malpica. Ese día de verano había una
borrasca impropia incluso para Galicia. Ese día ocurrió un accidente mortal a
una embarcación pesquera que acabó empotrada contra unos acantilados, que ellos
mismos divisaron, y que después saldría en todos los periódicos de la zona. Ese
día, estaba reflejado en el libro.
Un escalofrío recorría su espalda,
a la vez que intentaba atar cabos. Cada fecha pertenecía a un accidente
marítimo, y estaba casi seguro de que esos otros números desordenados debían
ser coordenadas. ¿Un libro donde apuntaban esos trágicos datos? Pero, ¿era de
Helena?, ¿Juanjo no le había mentido? Absorto, deslizó su dedo hasta la última
página y su perplejidad se desbordó acristalándole la mirada. Había escritas
varias fechas que aún estaban por llegar. Acto seguido, un nudo en el estómago
se interpuso entre el libro y unas súbitas ganas de vomitar.
–No… no puede ser. ¡¡No puede
ser!!
Una lágrima manchaba el lateral
de una fecha concreta. La de ese mismo día. Sus padres saldrían de excursión en
barco desde unas coordenadas que Julio creía idénticas a las que la dorada
tinta vaticinaba.
Salió corriendo como nunca antes
lo había hecho, sabía que Helena debía conocer algo más de todo aquello y se
dispuso a encontrarla cuanto antes. Con el libro entre sus dedos, corrió a favor
del viento dirección Insua. Detrás, Quiara seguía a su amo con un trote que
prometía alcanzarlo en unos pocos metros.
(...)
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