26 marzo 2012

Insua -5-

Insua (Parte V)



(...)

Sintiendo como único objetivo hallar a Helena, no le importaba la fatiga, los arañazos de un bosque que parecía estar en su contra o que llevase las zapatillas sin atar, pudiendo perderlas en cualquier momento.

Entonces sucedió. A los pocos minutos, un cuerpo desnudo cortaba el camino de Julio. El joven se clavó una rama en el gemelo izquierdo del que empezó a manar sangre, la extravagante imagen le había propiciado un traspié que, seguidamente, le ocasionó una aparatosa caída. Era ella. En medio de la espesura, rodeada de una liviana bruma, con la cabellera cubriéndole la espalda desnuda y los brazos en cruz.

¿Helena? ¿Pero qué estás…? –pronunció Julio sorprendido, apretando los dientes para aguantar el dolor mientras su perra se posaba junto a él.

¡Julio! ¿Acaso me estabas espiando? –exclamó la joven mientras se apresuraba a ponerse un holgado camisón blanco, el cual la hacía parecer más angelical.

No… para nada, te estaba buscando… ¿Se puede saber por qué estás aquí y qué era lo que hacías? –preguntó.

Estaba profiriendo una oración a mis padres. En este lugar es tradición ponerse en pleno contacto con la naturaleza y, en total silencio, rezar el día después del fallecimiento de tus seres queridos para hacerles llegar tu afecto –respondía con algún titubeo Helena.

Pero el joven no llegaba a creerla completamente, y pasó a la acción, arriesgándose a probar con una táctica invasiva.

¿Te suena esto? –Exclamó mostrándole el libro– ¡Juanjo me lo ha contado todo!

La mirada desencajada de Helena demostró que la táctica del joven había funcionado demasiado bien.

¡Maldito viejo loco! Seguro que te ha llenado la cabeza con tonterías inventadas… Ni caso, Julio –señaló, quitándole importancia.

Al alargar el brazo para golpear amistosamente el hombro del chico, Julio se quedó pasmado. Helena portaba un peculiar tatuaje debajo de la clavícula: “Morrer para lembrar”.

–Helena… ¿has sido tú? ¿Tú mataste al antiguo dueño del faro? Eres… ¿eres una serea, verdad? –dijo incrédulo con los párpados abiertos como aros y dando dos pasos atrás.

El ambiente pareció cargarse de humedad al instante. La joven se dio la vuelta, se paró unos segundos y lo volvió a mirar. Sus ojos eran más azules que nunca, casi parecían tener luz propia.

–¡No permitiré que nadie le haga nada a mi familia! –soltó con furia el joven, armándose de coraje.

–Es curioso, un interrogante descorcha el inicio de la vida y un interrogante es el que la cierra. Él sólo buscaba la respuesta a una pregunta que nadie le hizo. Pero yo se la ofrecí de la única forma que sé. El chico se empeñó en ser como yo y… tuve que acceder a que formase parte de mí.

Sorprendido por lo que le estaba diciendo y con una voz desconocida para él en Helena, no tuvo más remedio que escuchar lo que su penetrante tono le relataba.

–Soy una porción de la naturaleza, crezco con los árboles y me muevo con el viento. Yo soy los secretos atrapados de un bosque que anhela volar. El diario de mi vida está escrito en la arena de una playa olvidada, donde muñecos de trapo queman y arrugan mis páginas. –Sin dejar de mirarlo, Helena continuó utilizando ese tono sutil–. Los que ven y no sienten, ése que cree que las horas pasan porque se lo marca su reloj, aquellos que tienen por dogma su ego disimulado por una leve capa de frívolo barniz; están ciegos, sordos y mudos. Ése es el tipo de persona que cada mañana, al salir la Luna, se despierta muerta.

Julio, desconcertado por un léxico que jamás le había oído pronunciar, se encontraba paralizado.

Varias rosas moradas parecían haber brotado a los pies desnudos de Helena, y ante la mirada furtiva del joven a las flores, ésta se agachó elegantemente y partió el tallo de una de ellas.
–Ahora Julio, sin temor, comprueba el aroma del bosque y de la vida –indicó Helena, acercando la corola de la flor morada a la nariz del joven. El chico se mostró muy conmocionado.

–¿Cómo es posible? Si huele a ti… –tartamudeó Julio.

Sólo cuando la intensidad de la luz solar se redujo drásticamente, el joven se percató de que negros nubarrones estaban apoderándose del cielo. Notó que ya no percibía el cantar de las aves, que no oía su fuerte respiración e incluso se dio cuenta de que había dejado de pestañear. Llevaba demasiado tiempo en que no veía más que sus labios moverse, sus ojos fijos en él y su voz anclada en su interior; contaminando de deseo a cada rincón de su cuerpo. Todo se había reducido a ella.

–Tus padres eran como los míos, Julio, o como aquel chico que quería parecerse a mí. Pero ambos sabemos que no sabrían distinguir entre la escarcha de la noche y el rocío del alba. Por ello, y aunque cueste entenderlo, la única forma de que fueran parte de la vida que los dos conocemos, es que les recuerden en el lugar donde murieron; en el mar. La tinta que borda mi piel es un secreto que ahora ellos conocen: “Morrer para lembrar”, es decir, “morir para ser recordados”.

–Pero… –a Julio se le escapaban las lágrimas, y éstas hacían de tapón a sus palabras.

– ¡Nadie recuerda a un árbol después de caer, Julio! –Se enfurecía la serea–. Y ya nadie ve que hay vida más allá de sus semejantes. Están perdidos, son marionetas que, obsesionadas por encontrar estrellas nuevas, acaban olvidando a la Luna. Los que no somos iguales también tenemos derecho a ser conmemorados, ¿no? Pues esa es mi labor, dotar de recuerdo a un arroyo, a una bahía o a un acantilado.

–Matar a gente en un lugar concreto para que recuerden ese lugar… –musitaba a trompicones el joven–. Esa es tu verdadera intención; pero ellos no lo han elegido así…

 –Claro que lo eligieron, y en nuestra capacidad de elección se haya el volumen de nuestra vida. Cuantos más caminos y más determinantes sean nuestras decisiones, más intensamente viviremos. Es por eso por lo que eran espiritualmente infelices, ya que para ellos, el sentido de la elección sólo se ceñía a sus bienes materiales, y éstos, ya habían perdido la esencia de la exclusividad. Pero eso jamás nos pasará a nosotros, Julio… porque tú no eres como ellos, tú sientes como yo. Eres parte de lo que te envuelve, –le decía convincente mientras lo rodeaba con sus brazos–. Ambos nos pertenecemos.

Julio cerró los ojos. Aun así seguía viendo cómo Helena le miraba. El viento que soplaba de un lado ahora lo hacía en todas direcciones. Sintió, en su garganta como epicentro, emerger una atracción imposible, más grande que su propio cuerpo. Percibía decenas de voces que le murmuraban a la vez, pero todas eran de Helena. Plenamente seducido por su poder embaucador, esperaba lo que él mismo ya le pedía de forma inconsciente mediante un hilo de voz.

–Hazme parte de ti –susurró.

Sus labios se rindieron a la invasión de un intenso beso con sabor a lluvia y mar. A pesar de que la embarcación donde navegaba su familia estaba a punto de accidentarse, creyó que era el mejor instante de su vida.

Lo único que recordaba después de aquel mágico beso, eran los lejanos ladridos de su perro, que extrañamente los escuchaba desde muy arriba. Después, todo fue confusión.

(...)

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