Insua (Parte V)
(...)
Sintiendo como único objetivo
hallar a Helena, no le importaba la fatiga, los arañazos de un bosque que
parecía estar en su contra o que llevase las zapatillas sin atar, pudiendo
perderlas en cualquier momento.
Entonces sucedió. A los pocos
minutos, un cuerpo desnudo cortaba el camino de Julio. El joven se clavó una
rama en el gemelo izquierdo del que empezó a manar sangre, la extravagante
imagen le había propiciado un traspié que, seguidamente, le ocasionó una
aparatosa caída. Era ella. En medio de la espesura, rodeada de una liviana
bruma, con la cabellera cubriéndole la espalda desnuda y los brazos en cruz.
–¿Helena? ¿Pero qué estás…? –pronunció
Julio sorprendido, apretando los dientes para aguantar el dolor mientras su
perra se posaba junto a él.
–¡Julio! ¿Acaso me estabas
espiando? –exclamó la joven mientras se apresuraba a ponerse un holgado camisón
blanco, el cual la hacía parecer más angelical.
–No… para nada, te estaba
buscando… ¿Se puede saber por qué estás aquí y qué era lo que hacías? –preguntó.
–Estaba profiriendo una oración
a mis padres. En este lugar es tradición ponerse en pleno contacto con la
naturaleza y, en total silencio, rezar el día después del fallecimiento de tus
seres queridos para hacerles llegar tu afecto –respondía con algún titubeo
Helena.
Pero el joven no llegaba a
creerla completamente, y pasó a la acción, arriesgándose a probar con una
táctica invasiva.
–¿Te suena esto? –Exclamó
mostrándole el libro– ¡Juanjo me lo ha contado todo!
La mirada desencajada de Helena
demostró que la táctica del joven había funcionado demasiado bien.
–¡Maldito viejo loco! Seguro
que te ha llenado la cabeza con tonterías inventadas… Ni caso, Julio –señaló,
quitándole importancia.
Al alargar el brazo para golpear
amistosamente el hombro del chico, Julio se quedó pasmado. Helena portaba un peculiar
tatuaje debajo de la clavícula: “Morrer para lembrar”.
–Helena…
¿has sido tú? ¿Tú mataste al antiguo dueño del faro? Eres… ¿eres una serea,
verdad? –dijo incrédulo con los párpados abiertos como aros y dando dos pasos
atrás.
El
ambiente pareció cargarse de humedad al instante. La joven se dio la vuelta, se
paró unos segundos y lo volvió a mirar. Sus ojos eran más azules que nunca,
casi parecían tener luz propia.
–¡No
permitiré que nadie le haga nada a mi familia! –soltó con furia el joven, armándose
de coraje.
–Es
curioso, un interrogante descorcha el inicio de la vida y un interrogante es el
que la cierra. Él sólo buscaba la respuesta a una pregunta que nadie le hizo.
Pero yo se la ofrecí de la única forma que sé. El chico se empeñó en ser como
yo y… tuve que acceder a que formase parte de mí.
Sorprendido
por lo que le estaba diciendo y con una voz desconocida para él en Helena, no
tuvo más remedio que escuchar lo que su penetrante tono le relataba.
–Soy
una porción de la naturaleza, crezco con los árboles y me muevo con el viento. Yo
soy los secretos atrapados de un bosque que anhela volar. El diario de mi vida
está escrito en la arena de una playa olvidada, donde muñecos de trapo queman y
arrugan mis páginas. –Sin dejar de mirarlo, Helena continuó utilizando ese tono
sutil–. Los que ven y no sienten, ése que cree que las horas pasan porque se lo
marca su reloj, aquellos que tienen por dogma su ego disimulado por una leve
capa de frívolo barniz; están ciegos, sordos y mudos. Ése es el tipo de persona
que cada mañana, al salir la Luna, se despierta muerta.
Julio,
desconcertado por un léxico que jamás le había oído pronunciar, se encontraba
paralizado.
Varias
rosas moradas parecían haber brotado a los pies desnudos de Helena, y ante la
mirada furtiva del joven a las flores, ésta se agachó elegantemente y partió el
tallo de una de ellas.
–Ahora
Julio, sin temor, comprueba el aroma del bosque y de la vida –indicó Helena,
acercando la corola de la flor morada a la nariz del joven. El chico se mostró
muy conmocionado.
–¿Cómo
es posible? Si huele a ti… –tartamudeó Julio.
Sólo
cuando la intensidad de la luz solar se redujo drásticamente, el joven se
percató de que negros nubarrones estaban apoderándose del cielo. Notó que ya no
percibía el cantar de las aves, que no oía su fuerte respiración e incluso se
dio cuenta de que había dejado de pestañear. Llevaba demasiado tiempo en que no
veía más que sus labios moverse, sus ojos fijos en él y su voz anclada en su
interior; contaminando de deseo a cada rincón de su cuerpo. Todo se había
reducido a ella.
–Tus
padres eran como los míos, Julio, o como aquel chico que quería parecerse a mí.
Pero ambos sabemos que no sabrían distinguir entre la escarcha de la noche y el
rocío del alba. Por ello, y aunque cueste entenderlo, la única forma de que
fueran parte de la vida que los dos conocemos, es que les recuerden en el lugar
donde murieron; en el mar. La tinta que borda mi piel es un secreto que ahora
ellos conocen: “Morrer
para lembrar”, es decir, “morir para ser recordados”.
–Pero…
–a Julio se le escapaban las lágrimas, y éstas hacían de tapón a sus palabras.
– ¡Nadie
recuerda a un árbol después de caer, Julio! –Se enfurecía la serea–. Y ya nadie
ve que hay vida más allá de sus semejantes. Están perdidos, son marionetas que,
obsesionadas por encontrar estrellas nuevas, acaban olvidando a la Luna. Los
que no somos iguales también tenemos derecho a ser conmemorados, ¿no? Pues esa
es mi labor, dotar de recuerdo a un arroyo, a una bahía o a un acantilado.
–Matar
a gente en un lugar concreto para que recuerden ese lugar… –musitaba a
trompicones el joven–. Esa es tu verdadera intención; pero ellos no lo han
elegido así…
–Claro que lo eligieron, y en nuestra
capacidad de elección se haya el volumen de nuestra vida. Cuantos más caminos y
más determinantes sean nuestras decisiones, más intensamente viviremos. Es por
eso por lo que eran espiritualmente infelices, ya que para ellos, el sentido de
la elección sólo se ceñía a sus bienes materiales, y éstos, ya habían perdido
la esencia de la exclusividad. Pero eso jamás nos pasará a nosotros, Julio…
porque tú no eres como ellos, tú sientes como yo. Eres parte de lo que te
envuelve, –le decía convincente mientras lo rodeaba con sus brazos–. Ambos nos
pertenecemos.
Julio
cerró los ojos. Aun así seguía viendo cómo Helena le miraba. El viento que
soplaba de un lado ahora lo hacía en todas direcciones. Sintió, en su garganta
como epicentro, emerger una atracción imposible, más grande que su propio
cuerpo. Percibía decenas de voces que le murmuraban a la vez, pero todas eran
de Helena. Plenamente seducido por su poder embaucador, esperaba lo que él
mismo ya le pedía de forma inconsciente mediante un hilo de voz.
–Hazme
parte de ti –susurró.
Sus labios
se rindieron a la invasión de un intenso beso con sabor a lluvia y mar. A pesar
de que la embarcación donde navegaba su familia estaba a punto de accidentarse,
creyó que era el mejor instante de su vida.
Lo
único que recordaba después de aquel mágico beso, eran los lejanos ladridos de
su perro, que extrañamente los escuchaba desde muy arriba. Después, todo fue
confusión.
(...)
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