[Éste es un cuento que escribí ya hace un tiempo. Por su extensión lo dividiré en varias partes y subiré una cada día. Espero que os transporte a lugares tan remotos como sea posible y dejad que vuestra imaginación os guíe]
Insua (Parte I)
Al
tacto era más rugosa que cualquier otra página que hubiese deslizado en su
corta vida. Olía a libro viejo, casi chamuscado; pero lo que más peculiar le
resultaba, era que en su interior sólo había cuatro hojas escritas en tinta
dorada. Aquel excepcional libro debía ser propiedad del tiempo y, de seguro,
estar firmado por centenares de vidas… o eso pensaba él.
Allá
donde el azulado llameante del último cirio vierte su luz ante el místico
abismo, en el fin de la Tierra, o más conocida como Finisterre, la familia de
Julio acostumbraba a viajar en periodo estival a una casa rural en pleno eje de
Insua, zona turística cercada por la Costa de la Muerte.
Sin
ni siquiera deshacer sus maletas, el joven Julio partió raudo entre los
desgarradores gemidos del mar y ante un tiempo gris que parecía esbozar una
ventisca. Cogió su chubasquero y emprendió su periódica marcha a la zona del
bosque donde ambos siempre quedaban. Aquel verano enfermo, típico de Galicia,
hacía de sus encuentros casi una burda imitación a la que los más antiguos de
la zona conocían como Santa Compaña.
Helena
estaba sentada en el árbol caído, donde siempre se reencontraban, pero sin
saber el motivo, Julio se quedó absorto por un momento; mirándola fijamente…
Tenía la sensación de que a cada verano que se veían, sus ojos azules adquirían
una tonalidad más eléctrica, casi tanto como las vecinas tormentas, que rompían
entre olas, rocas y lluvia esparciendo sus cabellos en unas tierras que parecían
pertenecerles.
Al acercarse,
su primera reacción fue darse un enérgico abrazo; hacía justamente un año que
no se veían.
–No
sabes cuánto he añorado este aroma… –susurraba el joven, mientras mecía el
rostro y olía su perfume.
–¡Si
quieres te lo regalo para tu cumpleaños! –insinuó entre risas Helena.
–No
gracias… prefiero recordarlo cada verano, al igual que tu sentido del humor…
Ambos
rompieron a reír, desquebrajándose cualquier resquicio del hielo que acarrease
su reencuentro y terminando en un silencio, un cruce de miradas y un “te echaba
de menos” que no requirió de palabra alguna.
Ya
adentrándose en el bosque, envueltos en un incienso de tierra húmeda y
sintiendo caer las primeras gotas de lo que intuían, iba a ser una feroz
tormenta, visualizaron la luz de un faro que comenzaba a ser más intensa conforme
la noche iba cayendo sobre Insua. Era chocante, pero siempre que volvía a ver a
Helena en aquel lugar, notaba súbitamente una sed de un agua vital inexistente,
muy diferente a la que ya empapaba su impermeable.
Mientras
Julio y la joven continuaban el paseo, rememorando situaciones pasadas y
anécdotas que estaban deseando contarse, la lluvia pactaba con la tempestad
extender una alfombra de colores abstractos que lo inundara todo… tejiendo en
aquel camino un lienzo idéntico al Paisaje
de Auvers de Van Gogh.
A
punto de llegar al faro de Finisterre, ya enfrascado en la penumbra, Julio se
percató, ayudado en gran parte por la efímera luz de un relámpago, de que a
Helena le había cambiado la cara. Estaba más pálida de lo normal.
–¿Te
encuentras bien? Tienes mal aspecto… –aseveró el joven deteniéndose.
–Sí…
me he empezado a encontrar mal de repente, no sé, me siento débil… Mejor será
que nos volvamos, que no quiero que te pases todas las vacaciones visitando a
una enferma en cama –sonrió levemente Helena.
Antes
de darse la vuelta, sumidos entre los fogonazos del infinito remolino de luz
que brindaba el faro en la oscuridad, creyeron distinguir al hombre que cuidaba
de aquella legendaria torre guía. Pero les sorprendió ver que ya no estaba el
muchacho joven de todos los años, sino que ahora un anciano parecía cuidar de
aquel lugar. Julio insistió en esperar al siguiente destello para cerciorarse
completamente de lo que habían visto y, entonces, un desconcierto atado a un
escalofrío le apuntaló todo el cuerpo. Lo que tardó en girar una segunda vez el
halo de luz del faro, bastó para que aquel viejo se aproximara hasta ellos
situándose a tan sólo unos pocos metros. El viento ayudaba a transportar un siseo
de unas palabras inteligibles, provenientes del anciano. Mientras, con unas
ramas de lo que parecían ser hierbas balsámicas, apuntaba hacia ellos
balanceándolas de una forma absurda, sin mirarlos ni un solo momento a la cara.
–¿Estás
viendo eso? ¿Pero qué hace ese tío? –Una mezcla de confusión y gallardía se
hizo presa de su cuerpo, disponiéndose a ir hacia el mismo lugar donde estaba
aquel individuo para saciar su curiosidad; pero una mano le detuvo con frialdad
agarrándole por el hombro.
–¡Vámonos!
Por favor… –le dictó Helena, con voz rota y con los ojos clavados en el camino
de vuelta.
La
tormenta paró de inmediato, casi parecía que las nubes se hubiesen gastado de
manera fulminante. Ambos se apresuraron sin más miramientos hasta llegar a
Insua, para cambiarse de calzado y quitarse la indumentaria impermeable. Después
de cenar, Helena emplazó al joven a quedar en el banco de madera que había
justo en la entrada del complejo de casas rurales donde se hospedaban; le había
confesado, antes de despedirse, que tenía algo importante que decirle. Para
ella ese día era muy especial.
(...)
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