22 marzo 2012

Insua

[Éste es un cuento que escribí ya hace un tiempo. Por su extensión lo dividiré en varias partes y subiré una cada día. Espero que os transporte a lugares tan remotos como sea posible y dejad que vuestra imaginación os guíe]




Insua (Parte I) 

Al tacto era más rugosa que cualquier otra página que hubiese deslizado en su corta vida. Olía a libro viejo, casi chamuscado; pero lo que más peculiar le resultaba, era que en su interior sólo había cuatro hojas escritas en tinta dorada. Aquel excepcional libro debía ser propiedad del tiempo y, de seguro, estar firmado por centenares de vidas… o eso pensaba él.

Allá donde el azulado llameante del último cirio vierte su luz ante el místico abismo, en el fin de la Tierra, o más conocida como Finisterre, la familia de Julio acostumbraba a viajar en periodo estival a una casa rural en pleno eje de Insua, zona turística cercada por la Costa de la Muerte.

Sin ni siquiera deshacer sus maletas, el joven Julio partió raudo entre los desgarradores gemidos del mar y ante un tiempo gris que parecía esbozar una ventisca. Cogió su chubasquero y emprendió su periódica marcha a la zona del bosque donde ambos siempre quedaban. Aquel verano enfermo, típico de Galicia, hacía de sus encuentros casi una burda imitación a la que los más antiguos de la zona conocían como Santa Compaña.

Helena estaba sentada en el árbol caído, donde siempre se reencontraban, pero sin saber el motivo, Julio se quedó absorto por un momento; mirándola fijamente… Tenía la sensación de que a cada verano que se veían, sus ojos azules adquirían una tonalidad más eléctrica, casi tanto como las vecinas tormentas, que rompían entre olas, rocas y lluvia esparciendo sus cabellos en unas tierras que parecían pertenecerles.

Al acercarse, su primera reacción fue darse un enérgico abrazo; hacía justamente un año que no se veían.

–No sabes cuánto he añorado este aroma… –susurraba el joven, mientras mecía el rostro y olía su perfume.

–¡Si quieres te lo regalo para tu cumpleaños! –insinuó entre risas Helena.

–No gracias… prefiero recordarlo cada verano, al igual que tu sentido del humor…

Ambos rompieron a reír, desquebrajándose cualquier resquicio del hielo que acarrease su reencuentro y terminando en un silencio, un cruce de miradas y un “te echaba de menos” que no requirió de palabra alguna.

Ya adentrándose en el bosque, envueltos en un incienso de tierra húmeda y sintiendo caer las primeras gotas de lo que intuían, iba a ser una feroz tormenta, visualizaron la luz de un faro que comenzaba a ser más intensa conforme la noche iba cayendo sobre Insua. Era chocante, pero siempre que volvía a ver a Helena en aquel lugar, notaba súbitamente una sed de un agua vital inexistente, muy diferente a la que ya empapaba su impermeable.

Mientras Julio y la joven continuaban el paseo, rememorando situaciones pasadas y anécdotas que estaban deseando contarse, la lluvia pactaba con la tempestad extender una alfombra de colores abstractos que lo inundara todo… tejiendo en aquel camino un lienzo idéntico al Paisaje de Auvers de Van Gogh.

A punto de llegar al faro de Finisterre, ya enfrascado en la penumbra, Julio se percató, ayudado en gran parte por la efímera luz de un relámpago, de que a Helena le había cambiado la cara. Estaba más pálida de lo normal.

–¿Te encuentras bien? Tienes mal aspecto… –aseveró el joven deteniéndose.

–Sí… me he empezado a encontrar mal de repente, no sé, me siento débil… Mejor será que nos volvamos, que no quiero que te pases todas las vacaciones visitando a una enferma en cama –sonrió levemente Helena.

Antes de darse la vuelta, sumidos entre los fogonazos del infinito remolino de luz que brindaba el faro en la oscuridad, creyeron distinguir al hombre que cuidaba de aquella legendaria torre guía. Pero les sorprendió ver que ya no estaba el muchacho joven de todos los años, sino que ahora un anciano parecía cuidar de aquel lugar. Julio insistió en esperar al siguiente destello para cerciorarse completamente de lo que habían visto y, entonces, un desconcierto atado a un escalofrío le apuntaló todo el cuerpo. Lo que tardó en girar una segunda vez el halo de luz del faro, bastó para que aquel viejo se aproximara hasta ellos situándose a tan sólo unos pocos metros. El viento ayudaba a transportar un siseo de unas palabras inteligibles, provenientes del anciano. Mientras, con unas ramas de lo que parecían ser hierbas balsámicas, apuntaba hacia ellos balanceándolas de una forma absurda, sin mirarlos ni un solo momento a la cara.

–¿Estás viendo eso? ¿Pero qué hace ese tío? –Una mezcla de confusión y gallardía se hizo presa de su cuerpo, disponiéndose a ir hacia el mismo lugar donde estaba aquel individuo para saciar su curiosidad; pero una mano le detuvo con frialdad agarrándole por el hombro.

–¡Vámonos! Por favor… –le dictó Helena, con voz rota y con los ojos clavados en el camino de vuelta.

La tormenta paró de inmediato, casi parecía que las nubes se hubiesen gastado de manera fulminante. Ambos se apresuraron sin más miramientos hasta llegar a Insua, para cambiarse de calzado y quitarse la indumentaria impermeable. Después de cenar, Helena emplazó al joven a quedar en el banco de madera que había justo en la entrada del complejo de casas rurales donde se hospedaban; le había confesado, antes de despedirse, que tenía algo importante que decirle. Para ella ese día era muy especial.

(...)

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