La noche bebió de su piel canela. Su silueta latía a
destiempo con su corazón. Emitía sollozos que los animales nocturnos
interpretaban a la perfección, pues ellos eran la voz de su gélida marcha.
El día moría.
Las hojas secas formaban un puzle de infinitos tonos
ahogados en plata, donde la luz de la Luna difuminaba el brillo jugando con las
formas. Reflejos de vaho encendían de vida un lugar casi sagrado, una
respiración, un eco de vida… Ante el casi helado lago, que más bien era una
pequeña laguna, una grave y mansa voz dejó caer una pregunta que se tambaleó
ante la inmensidad taciturna: “¿Cómo escoger el camino correcto?”
Sólo el eco de su pregunta apuñalaba el abismo con notas
de incertidumbre existencial.
Al día siguiente, cuando el día volvía a morir, el
enigmático hombre le hacía la misma pregunta al viento; horneado con escarcha y
olor a plantas aromáticas. “¿Cómo escoger el camino correcto?” Las ondas que
reptaban por la superficie de la laguna eran su única respuesta: silencio.
Pasaron los días y aquel hombre dejó de ir a ese pequeño
paraíso. Desistió.
El tiempo entonces se hizo dueño de las prisas. Las
máquinas trajeron el cemento, el asfalto, los metales, el dinero, la desidia,
el descontrol, el analfabetismo espiritual… Simplemente, la esencia del ser
humano se suicidó. Dando paso a miles y miles de pedazos de corcho en este charco
llamado Urantia (Tierra). Flotando a la deriva de todo ser vivo.
La posición de cada ser que pisaba, corría o volaba por
el globo se sabía inmediatamente debido a las evolucionadas tecnologías de
conexión. Pero la tragedia de estar conectados solamente por cables, hizo que
se desangrara toda esperanza. El único vínculo que desarrollaban era similar a
intentar verse con una venda en los ojos.
Cuando todo parecía perdido, aquel misterioso hombre se
adentró de nuevo en la noche.
Pero él no la recordaba igual, la Luna casi no daba luz,
a penas hacía frío, el aire era cargado, tenía dificultad al respirarlo y la
laguna… Una lágrima le resbaló por la mejilla y cayó revotando en aquel océano
gris, tan infinito e insípido como desolador. Con la voz rota entonó sus
últimas palabras:
“Ahora sé la respuesta que tanto he anhelado. Quien no se
pierde, no sabe buscar.”
“El camino correcto es aquel que el tiempo no deshace”.
Desde que aquel hombre lloró, el día jamás volvió a
morir.
Reinó la confusión y, aún hoy, hay quien no sabe
distinguir entre la luz y la oscuridad, lo que está bien y lo que está mal, lo
perdido con lo encontrado.