En
un atisbo de esperanza, he comenzado a creer que si la vida es una gran
sorpresa, la muerte podría albergar una mucho mayor.
El
molino, que antes mecía sus aspas sutilmente para sacarle el alma al grano de
trigo, ahora mueve sus cruces de madera a la velocidad de un huracán, sin
distinguir mijo, harina o personas. Todo se lo lleva. Todo sale muerto desde el
día que decidieron hacer de mi molino un matadero de seres humanos.
Desde
que vinieron con aquellos barcos, con sus vestimentas raras y esa araña de madera
con la que decían que debíamos “confesar nuestra herejía”, no he podido evitar preguntarme
si realmente saben lo que significa ser hereje. Hipócritas.
Aunque
poco a poco, me cuesta más trabajo pensar… No sé cuánto tiempo llevo aquí
encerrado.
Quizá,
si supiese volar, esto no habría pasado. Volar supone no tener que posarse
sobre sentimientos que duelan, noticias que emborronen la existencia;
evidencias que, sabiendo volar, mantendría lo suficientemente lejos como para
no recordarlas. Pero por mucho que el olvido me haya arrojado al vacío, donde
no hay nada más que muerte sin tiempo fijo, los ecos de luz en forma de rayo
solar me alcanzan a las 12:33 de cada mañana, y, por un minúsculo agujero, por
tan sólo un minuto al día, me quemo en el tiempo y me arrojo a morir entre su
fulgor. ¿Cómo es posible tener los ojos cerrados si los párpados se han
evaporado por el calor de los sueños?
A
las 12:33 irradié el aroma de mi muerte, me dejé ir. Mi destino era el Sol (mi
Dios) y éste me mostró su forma de ver y comprender la existencia.
Él
me enseñó que el sudor de la noche no es más que el rocío de la mañana, un
esfuerzo por salir el Sol, una carrera milenaria por abrazar a la Luna. “La
sangre es de luz cuando el amor es infinito”, me dijo. Rayos rojizos de cobre y
rubíes amanecen alabando la voluntad de un gesto que llena de vida todo lo que
antes sólo era oscuridad.
¿Qué
haces para no quemarte de odio y rencor entre la maldad que exhibimos nosotros
los humanos? –le pregunté.
Utilizando
su lenguaje, donde su léxico lo forman lienzos de luz y susurros de calor, Él
me respondió: “Yo sí creo en ti. Creo en todos vosotros. La fe hacia el amor es
la insurrección continua de mi albor y vehemencia. A la protección que os
entrego, allí la llamáis de otra forma; esperanza”.
Capaz
fui de escapar y vivir; pero hubiese sido incapaz de olvidarla. Hubo un mundo
que, hace muchos años soñé una noche mientras dormía abrazado a ella, ya casi
no lo recordaba… Había océanos en el cielo, las nubes no estaban, en su lugar
se esparcían playas de arena, más clara, más oscura… Recuerdo que llovía
dientes de león con olor a mar. La tierra era de azúcar tostada que tibia se
dejaba sentir en mis pies descalzos. Y cuando quise encontrar el cielo, que
pensé que por alguna parte debía de estar en aquel mundo de ensueño, hubo un
gran terremoto con doble epicentro, tan fuerte, que concentró el azul infinito
de nuestra bóveda celeste en dos grandes ojos.
Me
miraba. Era ella. Su piel se teñía de luz y me sonreía aquello que el Sol me
dijo: esperanza. Sus pupilas albergaban un sistema binario estelar compuesto de
eternidad y amor, éste último, en un estado de pureza que jamás pensé que
podría llegar a sentir.
Fue
la primera y última vez que lo comprendí todo: Somos un poema sin rima, una
canción sin música, un beso sin labios. Somos lo que nunca hemos vivido, somos
aquello que soñamos.