He sentido que la vida se me escapaba ante unas
palpitaciones galopantes, sudores, entumecimiento de las extremidades, mareos, asfixia
y una extraña sensación de irrealidad y de que todo era el fin. Todo eso,
bañado con un sutil chorro de creer que me estaba volviendo loco.
En efecto, se trata de un ataque de ansiedad en toda regla.
Jamás lo había sentido, pero el terror que viví no se lo desearía ni a mi peor
enemigo.
Han pasado unos días desde que me hicieron toda clase de
pruebas en el hospital para descartar que se tratara de algún mal de origen
cardíaco. Todo mi sistema circulatorio “está perfecto”. El corazón “funciona
correctamente” y la razón de la tremenda taquicardia (hasta 170 pulsaciones por
minuto) fue por un medicamento para la alergia que me estaba tomando y que, al
parecer, me hizo una mala reacción.
El problema de los ataques de ansiedad es que le tienes
miedo al miedo, es decir, miedo a que te vuelva a suceder eso que tanto miedo
te dio. Permaneces mucho más atento a tus pulsaciones, a tus energías, a si te
falta o no el aire, los nervios se te van al estómago, éste se te cierra,
apenas puedes comer y te sienta mal la comida; y de nuevo vuelta a empezar. A
veces consciente y otras inconscientemente, dejas de ser tú mismo. Cambias toda
tu vida por el miedo. Tu forma en que veías y vivías las cosas se desvanece
como un bosque ante un alud.
Ahora viene la parte positiva de todo esto, (¿cómo va a
haber una parte positiva de este horror? Pues sí, la hay).
Las personas que están a tu lado, las que de verdad te
quieren y se preocupan por ti, se convierten en luces que, como una persiana
subida ante un amanecer, van traspasando tus párpados cerrados poco a poco,
sutilmente… y van enseñándote a respirar de nuevo, a vivir como antes del
incidente. Despiertan al Yo que está acurrucado en la esquina de una habitación
de la mente más profunda, atemorizado de que se reproduzcan los síntomas.
Luces que llaman a otras luces, que te aconsejan, que ven
más allá, que toman iniciativas promovidas por la estima que te tienen… Y poco
a poco consiguen que vaya saliendo de este pozo al que jamás hubiera pensado
que yo podría caer.
La sensación más reconfortante, donde más cerca estuve de
salir del funesto pozo, fue en una playa apacible. Escuchar las olas del mar,
sentir el sol en plena renovación: justo cuando cruzaba el ecuador del
solsticio de verano (a las 18:38 horas del 21-06-2015). Eso me renovó a mí
también. Todos mis sentidos se diluyeron, me dejé llevar… Entré al mar poco a
poco, notando cómo las olas desprendían de mi ser el fango que me aprisionaba
el tórax, estómago y mente. Arrojé con fuerza la oscuridad para que se ahogara
en el mismo mar en el que yo me estaba purificando.
Me ayudaste a renacer. Cada escalofrío curativo que producía
el Sol en mi piel al secarla con su calor, me recordó que tú eras quien estaba
a mi lado. Un filtro solar que mejoraba lo inmejorable; y me mejoraste a mí.
Gracias por alumbrar mi miedo. Sin tu ayuda, todavía estaría
en lo más profundo, embutido en una ansiedad opresiva, asustado y desalentado.
Eres mi esperanza; luz.
Quien es luz, nunca puede sucumbir a la oscuridad. Por muy cerca que esté, por mucho que la roce. Es imposible. Nunca caerás. Incluso aunque te soltara, cosa que nunca haré, no caerás jamás :) Preciosas palabras como siempre, pequeño principito.
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